"Ciudad pequeña, grandes secretos" es el lema de Banshee, la serie ¿policiaca? que ha terminado su primera temporada de diez capítulos estos días. Un producto que encarna a la perfección esa nueva televisión que asoma cada vez más a las pantallas de la tele por cable norteamericano y que componen, tomando del cine la violencia extrema y el sexo explícito una nueva forma de fidelizar al espectador que quizá esté harto de culebrones y realities dentro y fuera de las demás series al uso.
Banshee es un western moderno, como parece que se estila últimamente, porque el western en realidad no muere, sino que se camufla. Y como buen western camuflado aquí tenemos la historia de un ex-convicto que, por azares del destino (y la complicidad desvergonzada de los guionistas) asume la personalidad del nuevo sheriff del pueblo de Banshee, que ha tenido la desgracia de cruzarse en su camino y acabar fiambre (aunque no por culpa suya). Súmenle ustedes que Lucas Hood (que así se llama el sheriff cuya personalidad asume nuestro innombrado protagonista) cuenta con la ayuda de un experto informático algo psicópata y drag-queen, y un ex-boxeador negro que le respalda, para tenernos en vilo durante toda la temporada, en tanto la premisa está pillada con pinzas y la situación de Hood y los demás se complica porque Hood va buscando a su ex, con quien dio un golpe de muchos millones de dólares en joyas, y su ex es ahora una mujer honrada camuflada también en ese pueblito donde la comunidad amish vive a su bola, un ex-miembro de la comunidad amish (el mejor personaje de todos, por cierto) es al mismo tiempo el rico de la zona y además el jefe de la mafia local, y donde, para remate, el malo remalo, de extraño apellido Rabbitt, es el padre de la ex y ha jurado matar tanto a Hood como a su propia hija.
La premisa es algo extravagante y sin embargo funciona. Y funciona por el plantel de secundarios, porque cada capítulo es una voltereta sin red donde puede pasar de todo (aunque no pase), por la violencia extrema de las peleas a puñetazos y/o con todo lo que se tercie, y por las escenas de sexo subidas de tono, algo gratuitas en su mayoría, pero con ese agradable tono de transgresión que nos hace ver que estamos ante un producto distinto.
A la usanza de las pelis de éxito, cada capítulo tiene post-créditos una pequeña escenita de menos de un minuto que sirve para ampliar el cliffhanger o avecinar la trama.
Un soplo de aire fresco entre tanta serie repetida de psicópatas (léase The cult o The following) que sabemos que no van a ninguna parte.
Y Hood es, desde luego, un paisano de los que ya no se estilan.
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