Antes de que se convirtiera en un texto sagrado, El hobbit fue una novela infantil escrita por un filólogo excéntrico (como no puede ser de otra manera) y que se publicó justo el mismo año en que Walt Disney estrenaba su Blancanieves, motivo quizá de la inquina que profesó el viejo JRRT al mago de los dibujos animados.
Tras la adaptación al DVD previo paso por el cine de la trilogía de El señor de los anillos, y tras un azaroso periodo de pre-producción donde bailaron directores, nos llega ahora la precuela (pero menos), dirigida también por Peter Jackson y donde se tira de la novela y al mismo tiempo se rellenan los huecos de tiempo necesarios para hacer de un libro que podría haber sido adaptado perfectamente en una sola peli una nueva trilogía. Cómo van a inflar lo que queda del libro para llegar con él hasta 2014 escapa a mis entendederas, pero imagino que la elefantiasis característica del director y la productora se encargará de rizar el rizo sobre el rizo de las escenas de acción, despeñando, rescatando, volteando y volviendo a despeñar a todos los enanos y medianos que aparezcan de aquí a entonces.
La película es larga y hay momentos en que, en efecto, se hace muy larga. Tiene que recurrir a flashbacks de relleno para informar sobre las motivaciones de los personajes (los enanos, especialmente) y curiosamente es ahí donde mejor funciona, cuando se entrega de nuevo a la espectacularidad característica de la otra trilogía. Cae, sin embargo, en algunos defectos de bulto: los enanos son indistinguibles, carentes de personalidad, y prácticamente se van las tres horas de metraje sin que sepamos cómo es cada uno; tampoco se distinguen mucho los orcos y los trasgos, y jugar al paralelismo con El señor de los anillos hace que, en el fondo, todo suene a visto y conocido... sin tener por qué serlo.
Lo peor es la dificultad de ensamblar un material que, insisto, es infantil y por tanto limpio y blanco, con el otro material de libros y biblias posteriores: en ese aspecto, el encuentro con los trolls o la aparición ridícula de los animalitos de Radagast el pardo chocan con las cabezas decapitadas, el canibalismo de Gollum o la crudeza de las escenas de batalla.
El libro es episódico y ese carácter, que funciona bien en letra impresa, se hace oneroso al trasladarlo a la imagen. La sucesión de pequeñas aventuras hace que alguna de ellas no tenga mucho interés (la escena con los gigantes me sacó literalmente de la película), mientras que parece excesivo el recurso al deus ex machina cada vez que las cosas se les ponen chungas a los viajeros. No hay mayor diferencia entre lo que es Bilbo y lo que será Frodo, y las proporciones entre enanos y hobbit no siempre se respetan.
El diseño de producción es apabullante. Gollum/Serkis está aquí aún mejor que en la trilogía. La escena del juego de adivinanzas está bien llevada (aunque no queda claro, quizá por cosa del doblaje, que Bilbo se pregunta a sí mismo primero qué tiene en el bolsillo) y el encuentro entre Gandalf y Galadriel es tan emotivo que casi se lee un romance entre líneas.
Lo mejor, la música de Howard Shore, en especial el uso del leitmotiv según los protagonistas de la acción sean elfos, orcos, la Comarca o los enanos, completando y redondeando su trabajo en la trilogía anterior. Entre los enanos, por cierto, están un irreconocible James Nesbitt (Jekyll) y un algo más reconocible (pero no mucho) Aidan Turner (el vampiro Mitchell de Being Human).
El prólogo entre Ian Holm y Elijah Wood, quizá innecesario, tiene su truco: las tres películas de El Hobbit se presentan, a su manera, como una especie de paréntesis mientras esperan la llegada de Gandalf a la Comarca. Cuando la nueva trilogía termine, enlazará posiblemente con el principio de El señor de los anillos, creando un bucle que permitirá verlas de continuo.
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