Juanillo el zambo, el borracho, no se lo cree ni loco. Ni harto de vino, dice, como si alguna vez fuera capaz de quedarse harto. Lo de los americanos. Lo de la luna. Que no, hombre, cómo va a ser. Que eso es un truco. Propaganda. Como lo de Walt Disney. Como lo de los Kennedy. Montajes para engañarnos a todos. Que es imposible que llegue nadie a la luna, y además para qué, si en la luna no hay nada y no se puede traer petróleo, que es lo que quiere todo el mundo y es lo que le interesa a Nixon. Lleva con el mismo discurso desde que los cohetes Apolo, con su nombre de helado, empezaron a dar vueltas al satélite para regresar en el océano, rodeados de portaaviones y de helicópteros y de cámaras de televisión que retransmiten en directo que han sobrevivido a la hazaña.

Juanillo el zambo, el borracho, que protesta siempre por todo menos de su propia culpa en su vida de fracasos, no es el único que no se cree que de verdad, ahora sí, los americanos estén a punto de pisar el satélite. Lo que pasa es que lo dice más fuerte y sin argumentos, pero hay mucha gente mayor que tampoco se lo traga, o simplemente no le importa: demasiado chungo está el percal para que les importe si los yanquis se van a la luna a comerse el queso o si les están dando caña en las junglas de Vietnam. En España nunca pasa nada, en España todos son felices y si hay alguien que tenga que emigrar a otro país es una muestra de lo trabajadores que somos y de cuánto necesitan nuestra mano de obra en el mundo entero.

Hay adultos, claro, que viven esta historia como lo que es: un hito en la historia. Pero quizá se han acostumbrado ya al acelerón de la década que termina (aunque hay quien dice que no, que la década como tal terminará cuando termine 1970), porque han salido de la miseria y el racionamiento y ahora se han visto invadidos de electrodomésticos, de música extraña, de hijos que se dicen ye-yés y empiezan a frecuentar eso que le dicen las boites y tienen una actitud hacia la vida y hacia el amor que no es muy distinta de la que se ve en el cine, quizá porque lo copian de las películas, quizá porque las películas reflejan lo que está pasando a paso de tortuga. En esta década que el niño de Samarcanda deja atrás se han visto cosas inimaginables donde los adultos hasta han podido votar y todo, por lo que no es extraño que los mayores asistan a la historia del Apolo XI y el módulo de mando y la base de Cabo Cañaveral (que ahora se llama Cabo Kennedy) como una consecuencia lógica de todas las cosas que están pasando en el mundo; a saber dónde llegará la vida cuando pase otra década.

Pero la historia del viaje a la luna es, sobre todo, la ilusión de los niños, porque es la fantasía que se vuelve realidad. La tele retransmite los despegues, la gente con mascotas y gafas de sol y pañuelos de rombos en la cabeza que ve cómo el cohete se levanta muy despacio, quemándolo todo a su paso, mientras una voz metálica descuenta los números en inglés (three, two, one…, nunca dicen cero, sino una palabra rara que nadie atina a escuchar con el fragor de la ignición) y todo el mundo se santigua, y el público de mascotas y gafas de sol y pañuelos de rombos en la cabeza aúlla y aplaude y el cohete se pierde en el cielo, hasta que es un puntito gris entre todo el gris de la pantalla. Cuando los astronautas hacen sus paseos alrededor de la nave, se les ve torpes, moviéndose como las películas de Charlot, que siempre se nota que falta un cuadro entre un gesto y el siguiente, y cuando regresan a Tierra y se les rescata del mar y se les pone en cuarentena, más tarde, se les recibe como a los toreros cuando salen por la puerta grande, en coches descapotables que recorren las avenidas de Nueva York mientras la gente aplaude y les tira papelillos y serpentinas. A los astronautas, por cierto, no los mata nadie.

Juan José ha venido siguiendo esta aventura real desde que descubrió, en aquel Reader´s Digest, que la luna todavía era un proyecto cercano, cuando en las novelas de Julio Verne y en las historietas de Galax el cosmonauta era algo más que conquistado. La decepción de los primeros momentos se le cambió pronto por la ilusión: lo mismo que los aviadores de los cómics acabaron por llamarle más la atención que los cruzados y los vaqueros, los astronautas y la carrera espacial se convierten en ese pequeño detalle que diferencia a su generación de las anteriores. Los niños ya no comen chicle Bazooka, que está casi tan duro como el chicle de bola, sino otro chicle nuevo, que se llama Cosmos y aunque es negro te deja la lengua y los dientes amarillos. En los chicles, en vez del chistecito mudo de Bazooka Joe y sus amigos, vienen estampas con imágenes de satélites y cohetes, y hasta naves espaciales futuras como las que sin duda se verán en el cielo cuando llegue el año dos mil y Juan José sea un viejo de cuarenta y dos años.

El momento histórico llega una noche de verano. En la tele y en la prensa se compara este día con el día en que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo, y en las barberías y los bares, y hasta en los colegios, no se habla de otra cosa. Es el mes de julio, pero Juan José, recién comenzado el primero de bachillerato, acude todas las mañanas a clase de recuperación, aunque lo ha aprobado todo, para no perderse en matemáticas, como se perderá inevitablemente dentro de poco. El profesor, aburrido y acalorado, dedica un rato a contar cómo va ser el alunizaje, qué pasará si de verdad hay arenas movedizas, qué sucederá con esa bota de Neil Armstrong que supone en un museo. Cuando llega la noche, toda España (no, mejor, todo el planeta) está congregado delante del televisor, porque todos quieren ser testigos de un momento histórico en directo, en una transmisión vía satélite que viene, además, desde la luna. El problema, ay, es el horario. Los minutos se alargan, las cabezas parlantes zumban y rezumban hablando de este día y lo que supone, hay mil repasos a la historia de la carrera espacial, a las palabras con que Kennedy prometió poner un hombre en la luna antes de que terminara la década, a la cara que se le tiene que estar quedando a los soviéticos (los soviéticos, eso lo sabe Juan José, son los comunistas), y en qué puede pasar si de pronto la luna está habitada y les sale al paso un bicho verde con antenas.

La emocionante transmisión es un coñazo. En la pantalla del televisor, de todos los televisores, no se ve más que agüilla, el sonido llega mal, la transmisión se corta. Y las horas de clase, y de playa después, y de plazoleta pueden con el más pintado. Juan José se queda dormido en el sofá, y cuando abre los ojos ve que alguien lo ha llevado a la cama. El padre y la madre, entre cabezadas, tampoco han visto el momento histórico. La abuela es la única que es testigo en directo, aunque es difícil saber si entiende lo que está pasando o si cree que ha visto una película.

Es un paso diminuto para Neil Armstrong, y tal vez un paso de gigante para la humanidad, como dijo con frase histórica que seguro que estaba preparada. Es, en cualquier caso, un paso de gigante en la vida del niño de Samarcanda. Porque ha vivido un hito, aunque estuviera dormido, y se sabe parte de un destino común que iguala a todos los que viven en el planeta, que se ve pequeñito y aislado en medio del espacio. Pero, sobre todo, porque además de la aventura, de haber sido testigo más o menos en directo del alunizaje, y el paseo espacial, y el momento en que descorren el riel y clavan la bandera (todo eso que verá otra vez al día siguiente en el telediario, y en los periódicos, y hasta en el No-Do y las revistas de la semana), ha descubierto que la emoción no está sólo en verlo de lejos, sino en contarlo de cerca. Escuchando el verbo alambicado de Jesús Hermida, la voz más tranquila y serena de Cirilo Rodríguez, Juan José, que ya sabe que nunca podrá ser astronauta, como tampoco podrá ser aviador, ni torero, descubre que hay una profesión apasionante que sirve para llenar de pasión a quienes te escuchan. Poco a poco, a partir de este instante clave, el niño de Samarcanda se convierte en el niño que quiere ser periodista.



(Fragmento de El niño de Samarcanda, Paréntesis Editorial)


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Comentarios

1
De: Yo hago yoga hoy Fecha: 2012-08-26 23:27

Perdón por la cita pero me ha venido a la mente:

"Ñaka, ñaka, ñaka, me duele la barriga de ganas de amarte".

La canta Homer Simpson en el momento en el Armstrong pisa la luna, presumiendo antetiormente que él recordaba los grandes momentos de la humanidad.



2
De: CarlosP. Fecha: 2012-08-30 12:07

Salto gigantesco.....

Ese es tb el motivo por el que yo soy dibujante de comics..