Érase una vez un género que se convirtió, casi, en un medio en sí mismo, porque en él cabía contar todo tipo de historias, todo tipo de otros géneros. El género se banalizó, se volvió referente de sí mismo, se transmutó en simple vehículo para iconos y acabó por perder toda la gracia y toda la magia que lo convertían en un cajón de sastre donde se podía contar de todo. Pasó al cine y se simplificó tanto, se volvió tan gilipollas, que cada película se convirtió en un calco de las demás, chunda-chundas con finales felices y actores que en el momento más peligroso de la trama se quitaban la máscara para que viéramos que no era un doble ni un muñeco ni un efecto especial CGI (o lo que fuera). Cambiaron su medio natural, el papel de colorines, por las pantallas de cine, a veces en tres dimensiones, y pare usted de contar, porque no había que contar nada: la imagen bastaba, el reconocimiento, la idea insulsa de que una película de superhéroes no necesitaba ninguna complejidad en la trama y ningún matiz en la puesta en escena.
Películas de superhéroes contra películas (tres) con superhéroes. Es lo que han hecho los Nolan, director y guionista, con Batman, el superhéroe que no tiene superpoderes propios: coger un icono reconocible y previamente explotado y destrozado y ridiculizado tanto por la televisión como por el cine inmediatamente anterior, y convertirlo en el vehículo para contar tres historias que, en un quiebro de birlibirloque, se convierten en una sola, una trilogía con exposición, nudo y desenlace, lo suficientemente fiel al personaje para resultar reconocible y, por fortuna, lo suficientemente infiel y personal para olvidar el origen tebeístico del asunto y convertirlo en personaje (y hasta secundario) de unas películas que no olvidan que son un lenguaje distinto que se rige por una estructura diferente.
La primera de las películas de Nolan no me gustó, la segunda me pareció magistral y esta tercera (y en apariencia última) está quizá un pasito por detrás de la segunda, pero es capaz de revitalizar la primera y componer un tríptico donde se hace, y ya lo dije cuando El Caballero Oscuro, una catarsis a lo burro del trauma social post 11-S.
Los Nolan conocen al personaje, lo comprenden, lo adaptan y lo machacan, le dan forma y vida a su aire. No tienen las manos atadas por continuidades ad aeternum y no necesitan vender cada mes la penosa cantidad de ejemplares que necesita el Hombre Murciélago en cada uno de sus diversos títulos. Tampoco necesitan la escudería de estrambóticos supervillanos que asoman en los tebeos, y aquí incluso se permiten utilizar a la enemiga-amor imposible de Batman sin mencionarla por su nombre siquiera. Su Batman apenas tiene tres apariciones en público, las correspondientes a cada película, no un pasado infinito de peleas y revanchas. Su Batman es tan suyo y tan propio como pudiera serlo el de cualquier Tierra-XYZ de una novela gráfica independiente de la continuidad o los diferentes resettings que las editoriales americanas han comprendido como única salida (en falso) a las ventas.
La película es larga y se hace corta. Es enormemente compleja y se entiende a la perfección. Tiene varias tramas en paralelo y no se confunde en vericuetos. Se corrige a sí misma en tanto es tercer acto de una opera, no necesita recalcar la leve continuidad que ella misma ha marcado (no se menciona al Joker, por ejemplo, dicen que por respeto al actor muerto, pero tampoco se muestra al Espantapájaros convertido en juez de la corte de los milagros con la máscara de saco: el que lo reconozca, bien, el que no, no necesita la referencia). Corrige también lo que podría haber parecido, en la película anterior, una duplicidad de personajes innecesaria (Alfred y Fox, que aquí se convierten claramente en ángel bueno y ángel malo de la conciencia de ese Howard Hughes que es Bruce Wayne), y, en suma, muestra que los lenguajes políticos son los mismos, los diga quien los diga, sea el jefe de policía, el alcalde, o un grupo de terroristas que son capaces de halagar los oídos de la gente mientras al mismo tiempo asesinan y planean una explosión atómica. En ese aspecto, Gotham, esa ciudad que tanto recuerda a Nueva York sin serlo, se convierte durante buena parte del metraje en Saló, una república independiente sin leyes donde los ciudadanos están sometidos por un lado a una dictadura y por otro creen ser libres. Una apología de la necesidad de un estado en los tiempos que corren (y, sí, permítanme que les recuerde que visto lo visto, es necesario reivindicar el jacobinismo), pero también una denuncia a la ciencia sin control y la tecnología armamentística: en el fondo, si Bruce Wayne no hubiera jugado a ser salvador del futuro de la humanidad no habría existido ni la bomba de neutrones reconvertida a partir de un reactor para producir energía infinita ni los terroristas fanáticos (recordemos que Rhas al-Ghoul sería Bin Laden en la interpretación contemporánea) se habrían hecho con los batmóviles y demás quincalla.
Todos los personajes están bien definidos y bien interpretados (sigue fallando el doblaje, demasiado resonante y rimbombante en el caso de Bane y, ay, de Alfred, y estúpidamente revelador en el acento de Marion Cotillard), pero la función se la lleva el agente Blake (y si esperaron ustedes hasta el final para darse cuenta de quién iba a ser es que los Nolan les han colado bien el gol por la escuadra), y una inconmensurable Anne Hathaway que compone a su personaje sin buscar los referentes previos de Julie Newmar, Michelle Pfeiffer o Halle Berry y que, siguiendo la estela de los cómics más recientes, no tiene empacho en componer a su gata ladrona a partir de Audrey Hepburn.
El ciclo se cierra desdiciendo el final de la segunda película: Batman es reconocido como héroe y Dent (cuya Ley Dent parece de todo menos ajustada a derecho) puesto en su sitio, y quizá sea el momento de un nuevo enmascarado que no tenga detrás la responsabilidad ni las trabas de un aparato estatal. Nolan dice que no habrá un Batman 4, ya hay un proyecto para iniciar otra vez la saga, y ay del insensato que intente de nuevo contar la historia de la muerte de los Wayne y el origen del trauma de Bruce, porque no hace falta volver a la casilla de salida, sino continuar por esta senda, aunque cambie el actor debajo de la máscara.
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