El encontrarnos aquí presentando dos libros de Rafael Marín tan diferentes, en principio hasta antitéticos, me parece un símbolo perfecto de lo que es Rafael Marín.
Rafael Marín siempre ha dicho eso de que, en cuanto a influencias literarias, él vendría a ser una mezcla entre Francisco Umbral y Stephen King. Esto, que puede parecer un esnobismo, una boutade, en Rafa no solo es absolutamente sincero, sino que creo que constituye una de sus principales señas de identidad, toda una declaración de principios. Un dejar bien a las claras que, para él, la literatura es literatura siempre, no importa la forma que adopte si el trabajo está bien hecho. Por ello, a Rafa no le duelen prendas en añadir como otro de sus maestros al paraguayo de ascendencia irlandesa Robin Wood, aunque estemos hablando en este caso de un grande de la historieta, ese otro medio nunca abandonado ni minusvalorado por nuestro autor.
Pero Rafael Marín no es ni Umbral ni King, ni Wood. Rafa ya tenía una voz propia, individual, cuando vio su primer trabajo publicado profesionalmente. Porque, a esas alturas ya había interiorizado las influencias hasta integrarlas en su sistema, recogiendo lo mejor de cada uno de esos mundos y volcándolo de una manera absolutamente personal. Y, por si esto fuera poco, envolviendo los resultados en unas hechuras artísticas de gran altura. Porque Rafa, insisto, cree firmemente en eso de que la literatura ha de estar por delante de toda otra consideración, que lo importante no es el qué sino el cómo, y que cuantas más herramientas conozca el escritor, de más recursos dispondrá a la hora de encarar el desafío.
Rafa ya ha demostrado con creces y en repetidas ocasiones, que sí, que vale, que ama la fantasía, y que por ella parece sentir una especial querencia (cuestiones de circunvalaciones cerebrales, podría decir Stephen King), pero que lo que de verdad ama es escribir. Estamos ante un autor desprejuiciado cuya brillantez y versatilidad no se detiene ante las fronteras de los géneros ni de los medios, por más que los estrechos de mente de siempre sigan empeñados en catalogarlo como escritor de ciencia-ficción. No, Rafael Marín es escritor. Punto. Exigente escritor. Porque, eso sí, Rafa tiene que creer en el material de partida, de otro modo ni empezará con su magia. No quiere, o no sabe afrontar el trabajo de otra forma. De modo que, cuando un asunto le interesa, o ha encontrado vías para llevar un encargo a su terreno, lo acometerá con igual seriedad y compromiso creativo, sea novelando sus propios recuerdos en "El anillo en el agua", sea esa mezcla de viaje propio y ajeno que es este "Niño de Samarcanda" que hoy presenta el maestro Téllez o, en historieta, el advenimiento de semidioses hispanos en los cómics "Iberia Inc" y "Triada Vértice". O, últimamente, se convierte en cronista de la historia (con mayúsculas y minúsculas) en la serie aún en publicación "Doce del 12", que desde el principio y sin complejos, concibió como novela, una novela narrada en viñetas y repartida en doce álbumes. O capítulos, tanto da.
En cualquier caso, dado que me encomiendan la presentación de "La ciudad enmascarada", magnífica pieza de Dark Fantasy, a dicho género me circunscribiré para contarles algunos de los aspectos que más me gustan de la forma que tiene Rafa de abordarlo. Empezaré diciendo que nuestro hombre no cree en el todo vale por el hecho de partir de una premisa fantástica, antes al contrario: sabe que, valga la paradoja, existen unas leyes de lo fantástico, y entiende a la perfección cuál es el tono necesario para no forzar nunca la nota, dentro del grado de fantasía que decide adoptar. Decidme si no, cómo puede lograrse la difícil proeza conseguida en un relato como "La sed de las panteras", en el que lo fantasmagórico no chirría en un entorno tan realista y terrorífico en sí mismo como el de nuestra guerra civil. O la novela corta "Llena eres de gracia", que supone una apasionante puesta al día del horror clásico, limpiándolo de todo olor a naftalina y proyectándolo a las sofisticaciones del siglo XXI sin que la operación implique desvirtuación alguna.
Porque, y ese es otro rasgo suyo que me fascina, Rafa tiene la rarísima capacidad de ver con ojos nuevos temas viejos, darles la vuelta a clichés aparentemente gastados y, tal como haría un moderno Richard Matheson, insuflarles una nueva e insospechada energía. Profundamente interesado en la "cultura pop", esa en la que todos estamos inmersos sin ser conscientes, ese amor le ha llevado también a continuar mitologías ajenas. En ese sentido, "La ciudad enmascarada" forma con la espléndida "Elemental, querido Chaplin" un díptico dedicado a ese juego literario que es el pastiche. Si en el caso de esta última el modelo es la más famosa creación de Conan Doyle, "La ciudad enmascarada" toma por su parte a H.P. Lovecraft y sus horrores prehumanos como punto de partida, pero con la particularidad de evitar las clásicas localizaciones de Arkham, Dunwich o Kingsport y cambiar dichos parajes por estos andurriales.
"La ciudad enmascarada" ha sido el libro de más difícil parto para Rafa, habida cuenta de su descomunal período de gestación: le rondaba por la cabeza desde hace más de treinta años, porque en realidad estaba destinada a ser su primera novela, bastante antes que "Lágrimas de luz" se colara entre medias y comenzara a poseerle.
A veces, la posesión es la forma en la que Rafa suele decidirse por una u otra historia, de entre las varias que maneja a la vez para convertir en novelas. En muchas ocasiones, una vez averiguada la "voz", el punto de vista conveniente, a Rafa le es difícil quitársela de encima, resistirse a "conectar" con ella. En ocasiones, esa voz resuena tan fuertemente que tiene la sensación de escribir al dictado, y entonces raramente corrige, o no lo hace en absoluto, y todo mana como un torrente. Imagino que es un proceso nada extraño para los escritores, pero tampoco es que servidor conozca a muchos escritores para comparar. Desde luego, no he inspirado suficiente confianza a ningún otro como para convertirme en testigo privilegiado de sus procesos creativos. Y a estas alturas de nuestra amistad, creedme que ya son muchas, muchas narraciones las que he visto crecer a su vera y convertirse en títulos que seguro que conocéis.
Rafa no es de los que anotan las ideas, sino de esos otros que las dejan moverse libremente por el subconsciente, para ver si sobreviven al filtro inflexible del tiempo. De esa forma, si alguna se resiste a desaparecer y sigue visitándolo, probablemente haya algo ahí que acabe por cristalizar en el futuro, cuando encaje en el hueco que Rafa sabe que existe, pero que aún no localiza. He visto cómo ideas brillantes eran desechadas sin miramientos porque tomarlas implicaría resquebrajar la lógica o el tono ya decididos, y cómo una idea mutaba en otra que le había salido al paso a última hora, pero que perfeccionaba, redondeaba el concepto. Incluso he sido testigo del fascinante y para mí incomprensible proceso de cómo el escritor se lanza pistas inconscientes a sí mismo, a ese yo del futuro inmediato que las recogerá y acabará por darles sentido. Como he dicho antes, un acto de posesión en toda regla. A ese respecto, Rafa me ha confesado que más de una vez se da miedo cuando, iniciada una historia, va descubriendo paulatinamente pequeñas pero inquietantes concomitancias entre la ficción que describe y nuestra propia realidad, como si, en un acto demiúrgico, aquella estuviera influyendo en esta. Y creedme si os digo que es algo le sucede continuamente...
La semilla básica de "La ciudad enmascarada", lo estamos viendo, ha pasado el filtro del olvido sin mayores problemas. Ha retornado a la cabeza de Rafa y vuelto a irse en muchas ocasiones y, en cada una de ellas, revestía una forma ligeramente diferente. Porque como es natural (o al menos debería serlo), median abismos de todo tipo entre aquel joven escritor que comenzaba a sentirse suficientemente seguro como para embarcarse en su primera novela, y el maestro consumado que Rafael Marín es ahora.
Probablemente Rafa no lo sabía entonces, pero el concepto de hacer de Cádiz escenario de una novela de terror daría pie, con el correr del tiempo, a todo un ciclo de historias que aparecen de cuando en cuando en su obra: esas que muestran el inesperado reverso oscuro de esta ciudad. Nuestro autor resuelve brillantemente el desafío de ser capaz de ver dónde se encuentran las tinieblas en un paisaje tan lleno de luz (quizá precisamente por eso, por pura ley de contrastes), el último entorno en el que pensaríamos, como lectores habituales de este tipo de historias.
Así, en esta ciudad, e insospechadamente para nosotros, los gaditanos, arriban seres inmortales una noche de niebla, niños y pobres diablos se niegan a abandonar la vida, inconscientes de su condición fantasmal, hay homúnculos que, como mandan los cánones, reclaman responsabilidades a sus creadores, y ex-boxeadores sin recuerdos se meten en camisa de once varas intentando desentrañar asesinatos con una perspicacia de la que ni ellos mismos son conscientes. "La ciudad enmascarada" es la muestra más reciente de este "fantástico gaditano", un subgénero del que Rafa puede considerarse prácticamente creador o, cuanto menos, su más asiduo cultivador.
"La ciudad enmascarada" ha tenido tiempo de mutar, pasando de ser una historia lovecraftiana bastante ortodoxa (con viaje a Ponapé incluido) a, durante algún tiempo, incluso constituir el capítulo final de esa série noire tan sui generis que protagoniza Torre, el detective sin licencia ni memoria al que aludí antes. En cualquier caso, de una cosa fué consciente Rafa tras tener la historia durante tantos años en stand by: le importaban ya bien poco los Mitos de Cthulhu per se… aunque no dejaba de considerar atractiva la idea de un cuento de horrores acuáticos sito en una ciudad que se abre al mar. Una ciudad vieja, muy vieja, enclave importante de la civilización fenicia, que adoraba a Dagón miles de años antes de que Lovecraft y sus círculo se lo apropiaran para sus juegos literarios…
No, "La ciudad enmascarada" no es una historia más de los Mitos de Cthulhu. Probablemente sería la historia ideal para acabar con las historias de los Mitos de Cthulhu. Ya lo hizo Rafa anteriormente con "Elemental, querido Chaplin", entregándonos un producto muy por encima del pastiche holmesiano habitual. Este nuevo libro utiliza a Cthulhu como punto de partida y se coloca por sí solo a otro nivel. Nunca habrán leído una historia lovecraftiana con tanta sustancia como esta, ni tampoco una historia que transcurra en Cádiz más extraña que esta, demostración palpable de que, cuando el escritor es brillante, articula conscientemente un discurso que trasciende el género que toca. En este caso, una nada soterrada reflexión acerca del fracaso y la decadencia.
Váis a toparos, pues, con una oscurísima visión de Cádiz, pero esta oscuridad no siempre es debida al horror sobrenatural: flota en la novela antes que nada un horror cotidiano, melancólico; ese que, como decía un vampírico Klaus Kinski en aquel remake de Werner Herzog, supone ser consciente de que no queda nada más por el resto de la vida que "experimentar diariamente las mismas banales sensaciones". El protagonista de "La ciudad enmascarada" ha dado por fracasadas su peripecia vital, sus aspiraciones artísticas, y permanece varado en Cádiz, condenado a pasear una y otra vez por las calles de una ciudad que, esta vez sí como la lovecraftiana Innsmouth, conoció días mejores y arrastra una larguísima decadencia. También veréis a otros personajes que sí pudieron o quisieron huir de la ciudad en pos del éxito, pero que a ella vuelven ahora igualmente fracasados, con un enorme vacío existencial que solo conciben llenar con algo inconcebiblemente más oscuro.
En la que posiblemente sea mi parte favorita del libro, vais a leer una descripción nada complaciente (de hecho, desasosegante) de nuestra fiesta más famosa, orquestada por la mano maestra de un escritor consciente de que lo fantástico reside ante todo en la mirada, de alguien que sabe mostrarnos la cotidianidad bajo una luz en la que paisaje, paisanaje y ceremonias que conocemos desde siempre cobran un aspecto enrarecido. Los gaditanos se percatarán que una ciudad rendida a altas horas de la madrugada al caos del Carnaval, como la que describe Rafael Marín en una suerte de sinfonía oscura in crescendo es, de hecho, así de potencialmente peligrosa, así de inquietante.
A pesar de lo dicho, el marco geográfico de "La ciudad enmascarada" no se limita a Cádiz: llegado el momento, la historia da un inesperado quiebro y se traslada a otro continente, e incluso echa mano de un recurso de tan larga y distinguida tradición dentro de la literatura de terror como es el género epistolar. Aunque aquí, al contrario que en "Drácula", Rafa nos meta por igual en las cabezas de los buenos y de los malos, en difícil tour de force. Sirva como ejemplo extremo de esto último el breve y extrañísimo hiato en el que incluso se nos hace partícipes de las sensaciones post-mortem de uno de los personajes… La acción mantiene hasta el final esas dos líneas narrativas en sendos continentes, unas líneas que jamás se cruzarán pero en las que encontraremos siniestras reverberaciones mutuas, como en algunas de las grandes piezas del género. En el tapiz que extiende Rafael Marín ante nuestros ojos, se barrunta que algo perverso se aproxima por el camino, como diría el gran Ray Bradbury. Algo viejo que sabe que su momento ha llegado. Algo que acecha en el mar, o que acaso sea mar en sí mismo.
Así pues, con todos ustedes, "La ciudad enmascarada". El mar. La mar. El mal.
Antonio Romero
Comentarios (5)
Categorías: Literatura