Que imagino que es así como tendría que llamarse la precuela de la serie que ha terminado ayer mismo. Seis capítulos que saben a gloria, a sangre y a sudor, y donde se revalida una vez más la maestría de quienes nos han sabido encajar esta historia ajena a la serie principal hasta enlazarla de manera indisociable con la trama que conocimos hace un año y que continuará dentro de otro puñado de meses.
Shakespeare y Robert Howard cogidos de la mano, ya se ha dicho. Espectáculo gore y al mismo tiempo drama de profundos personajes que no desmerecen las tablas de ningún teatro. La mini-serie ha presentado personajes nuevos que en apenas dos pinceladas se nos han hecho encantadores o se nos han hecho odiosos, y al mismo tiempo ha sentado las bases psicológicas de los que ya conocíamos, incluso de los que mordieron en polvo en la anterior-posterior serie. Lo cual nos lleva a la pregunta de respuesta imposible: ¿Puede entenderse Gods of the Arena sin haber visto ante Blood and Sand? Posiblemente no. Igual que George Lucas imposibilitó que se entiendan las precuelas de Star Wars sin captar el juego de referentes internos, la precuela de Spartacus es a la vez continuación y flashback, por lo que no extraña que en fondo todo sea un momento de agonía, un recuerdo, desde el ojo moribundo de Batiatus con el que abre el primer episodio y con el que cierra el último.
De momento, las dos series han contado el ascenso y caída de la casa de Batiatus, perfectamente ejemplificado en ese circo en construcción que marca, en el último capítulo, el principio de una gloria que acabará, lo sabemos, en absoluta decadencia. Los personajes secundarios acaban todos, portentosamente, encajados en la historia general, como en suspenso hasta que Spartacus aparezca por el ludus: han sido capaces de explicar la cojera de Ashur, la supervivencia de Barca, el ascenso de Crixus, la situación de Lucretia y del propio Batiatus, la soledad de Dotore, la sumisión de Naevia, la enemistad de Solonius. Y dejan en reserva a tres personajes que pueden y deben dar mucho juego en la continuación.
Y todo ello siendo fieles a esa estética exagerada, a ese mostrar el sexo sin tapujos, a personajes que se mueven por sus pulsiones y sus ambiciones y que juegan continuamente una partida de dados con el destino: cuántas veces le salen bien las cosas al ambicioso Batiatus para ver de pronto que se le tuerce el rumbo, cuánta inquina, cuántos planes retorcidos, cuánto desprecio y cuánto orgullo. Y qué diálogos tan bien declamados, qué sensación de opresión tan grande en las escenas de interior, qué difícil se lo han puesto a sí mismos para las inevitables escenas de exteriores que tendrán que seguir a los gladiadores huidos a la sombra del volcán.
Habrá que esperar un año para ver el nuevo rostro del nuevo Spartacus y seguir los destinos de esos personajes abocados al enfrentamiento contra la República romana. Mucho tiempo. Tendremos que consolarnos con Camelot y con la inminente Juego de Tronos.
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