Habrán visto ustedes el final de Perdidos. O no. No importa que lo hayan visto o no. Es más, si tienen tiempo, no lo vean. Compren una hamburguesa, lean un libro, paseen al perro o jueguen al backgammon.
Si querían ustedes saber qué puñetas era la isla, pues no se sabe qué es la isla. Seis años dando vueltas sobre lo mismo para irnos a un final de rubor que parece subvencionado por la Santa Madre Iglesia (eso sí, en la capilla final vemos además estrellas de David y medias lunas, faltaba plus), más un "ya recuerdo" continuado de rubor con mucho amor y más merengue que las presentaciones de los culebrones venezolanos.
Y si tenían un poco de curiosidad por quién vive o quién muere, dónde están o dónde acaban, cómo se resuelven los triángulos amorosos o se redimen o se condenan los malos... pues como que no van a encontrar nada de eso. La serie no da respuesta ninguna, se olvida de personajes en esa versión del cielo puede esperar en que se convierte, mata a personajes cuando le interesa y salva a los que le interesa (¿por contentar al fan? ¡Si el fan debe de estar que trina a estas horas!).
Perdidos ha jugado siempre a la indefinición, a ser melodrama mezclado con una puesta al día de la serie de aventuras, a tener mucho miedo a declarar que era ciencia ficción y a cubrir sus huellas de que era fantasía. No creo que el final le haya convencido a nadie: una cosa es la metafísica y otro la alegoría religiosa.
Una pena. Una oportunidad perdida.
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