Terminó la mini-serie The Pacific y poco hay que añadir a lo ya comentado aquí hace unos días, excepto para revalidar una vez más la enorme calidad de su puesta en escena. La narración ha ido en crescendo en los últimos episodios, desde el horror de la batalla de Peleliu hasta ese horrible y surrealista infierno de Okinawa, donde nos han mostrado las escenas más espantosas que jamás hayamos visto en televisión.
The Pacific, recordemos, no es ficción: es recreación histórica de unos momentos históricos que usa a tres personajes reales como hilo conductor en momentos puntuales de la guerra. Conjugando la espectacularidad de las batallas (donde, pese a la confusión imperante siempre, el espectador se entera perfectamente de lo que pasa) con los momentos de permiso o en la retaguardia, se consigue plenamente recordar (y enseñar) una guerra que sí tuvo apoyo popular, que fue quizá la última guerra justa: las escenas familiares están ahí para demostrarlo.
La serie, después de un episodio magistral como es el noveno, llega a su cenit, lo que la reivindica por completo y nos hace ver que hemos asistido a un largometraje de diez horas, con ese episodio final donde vemos que los supervivientes regresan a casa. Es un episodio emotivo y a la vez frío y descarnado, en tanto los chavales que regresan lo hacen casi un año después de terminado el conflicto, cuando ya no hay desfiles ni oropeles, sino vacío y el miedo a reconducir una vida que en muchos casos está rota. Las alusiones a Norman Rockwell, desde la escena de la bandera, el encuentro con la madre, la luz de las ventanas, la pipa de Sledgehammer que hace alusión a la pipa de Willie Gillis, son abundantes.
Casi parafraseando aquella otra obra maestra del cine, Los mejores años de nuestra vida, ese capítulo final nos aclara que la vuelta no fue sencilla, que los muchachos que regresaron del horror siguieron sufriéndolo todavía muchas noches en sus pesadillas. Hay cinco o seis escenas sobresalientes: cómo Snafu, al regresar a su Kentucky natal, ni siquiera se despide de Sledge, que duerme con él en el vagón: la camaradería ha terminado, él vuelve a ser basura blanca y su amigo es un niño rico. Sledge, en busca de una plaza en la universidad, sólo puede declarar esa frase terrible "Me enseñaron a matar japos, ¿eso sirve de algo?", para luego derrumbarse en la sobria escena de la caza de pájaros. Leckie, siempre cínico, es capaz de resumir con una de sus frases el verdadero sentido de la contienda: "Yo luché por la tele".
La serie cierra con una hermosa escena simbólica del existencialismo que nace, un Sledge perdido y meditabundo en un campo de centeno. El momento final, cuando se rompe la cuarta pared y vemos la fusión de los actores con los personajes reales nos recuerda que eran unos chiquillos de apenas 17 ó 20 años, y que acabaron siendo personas normales, gente corriente y anónima, y revalida incluso en el parecido del casting, lo riguroso y fidedigno de la adaptación.
No valen ya, me temo, vista desde la perspectiva de los diez episodios, las comparaciones con Band of Brothers, puesto que ambas series se complementan a la perfección y son simétricas la una de la otra.
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