Me regalaron el otro día por mi cumpleaños, entre un par de cosillas que me hacían falta (un cargador de coche para el móvil y unos cascos para escuchar aquí mis series sin darle la lata a nadie), un trocito de pasado que me conmovió hasta el alma. Se me saltaron las lágrimas, fíjense ustedes, a mí, que soy un chicarrón del sur que ni lloró cuando se murió la madre de Bambi. Un trozo de papel de periódico, amarillento ya, plastificado por mi santa, donde Fernando Quiñones hacía, para Diario de Cádiz, la reseña de "Lágrimas de luz", mi primera novela. Hace la mitad de mi vida.
Mucho ha llovido desde entonces. Tengo varios otros libros, he andado muchos caminos pero no he abierto ninguna vereda, he atracado en alguna ribera y he navegado en unos cuantos mares. Pero en el fondo sigo teniendo la impresión de que sigo en el mismo sitio. O sea, aquí sentado delante de una pantalla, a solas, como antes estuve a solas delante de una máquina de escribir roja y, todavía mucho antes, con una máquina de escribir color aguamarina mientras Serrat cantaba en un tocadiscos ya olvidado y yo improvisaba poemas a vuelamúsica.
Y sin embargo no, no soy el mismo. Porque mi pensamiento sigue de paso y me contradigo hoy respecto a muchas cosas que antes me parecían sagradas. En lo literario, más que nada. Por aquella época en que Fernando Quiñones me hizo el huequito en el Diario, Jesús Fernández Palacios me entrevistó o me pidió un fragmento de La leyenda del Navegante, que ya tenía empezada, aunque tardé mucho en terminarla. Le entregué ese capítulo que muchos lectores imagino que se saltaron y que sin embargo a mí me suena azul y plata, lleno de música de olas y de sonidos de cuernos llamando de barco a barco: la escena del carnaval en Crisei y la versión made-in-Salther del matrimonio con las aguas que robé del Bucetauro veneciano.
Jesús, sentado en su despacho, rodeado de libros de poesía y retratos de César Vallejo, imagino que no imaginaba cómo un jovencito de veintipocos años se empeñaba en partirse los piños contra el cristal del género, como la chirigota del Sheriff que espero gane esta noche de finales carnavalescas y racletás de queso. Es decir, en el fondo, Jesús no comprendía, como quizá no comprendo yo ahora, por qué andaba perdiendo el tiempo en géneros menores y no me dedicaba a hacer literatura seria. Yo pensaba entonces, y pienso todavía (no he cambiado en eso) que la literatura es mayor o menor no por el género que se toca, sino por el estilo en que se moldea.
Pero, bocazas como he sido siempre, opinionated, que dicen los ingleses, recuerdo que mientras charlaba con Jesús me lancé a despotricar contra la novela realista. O sea, esa novela que es aburrida, le decía. La que se somete a los vaivenes de la historia, la que cuenta siempre la historia de alguien que vuelve al pueblo y recuerda, marcado o marcada por la llegada de la República, de la guerra civil, de la posguerra, del franquismo, por poner el ejemplo más cercano. O sometido a las guerras napoleónicas, o a las luchas de César, o a lo que fuera. Defendía yo, allí y entonces, la libertad del fantástico, donde las reglas son no sólo las reglas de lo físico, sino también las reglas de lo histórico, donde Napoleón no tuvo necesariamente que perder en Waterloo ni Franco ganar la guerra civil, donde se pueden contar las mismas historias que van en paralelo con la Historia pero dándoles, si acaso, un matiz de abstracción que valiera para todos los tiempos. En parte, es lo que pretendí hacer trasladando los escenarios western de Lágrimas de luz al espacio exterior, a aquella garganta infinita que pudo hacer sido el segundo de los muchos títulos que barajé para mi destete literario.
Veintipico años después, siempre de paso, como cantaba Aute, no es que no piense como pensaba, pero estoy haciendo justo lo que entonces no apreciaba. Y no, no es que me haya pasado a la novela histórica (qué más quisiera), pero al situar la acción de lo que traigo entre (cuatro) manos a un tiempo concreto y a un lugar fijado me encuentro con que buena parte de los personajes, de su entorno, de su pasado y de su destino, me vienen marcados por la llegada de la República, de la guerra civil, de la posguerra, del franquismo, por poner el ejemplo tan cercano de lo mismo que ahora estoy escribiendo.
Me he retractado a mí mismo. Le estoy llevando la contraria a aquel jovencito bocazas que no quería ser esclavo del tiempo. La libertad del fantástico, ahora, se somete a las reglas de la historia. Y la diversión y el dolor de escribir una nueva historia se acrecientan porque al bucear en el pasado de los personajes para dar futuro a este nuevo libro estoy (estamos) buceando en el pasado de nosotros mismos. La libertad de la fantasía, la originalidad del escenario se sustituyen por la fidelidad al escenario, por la investigación fidedigna. La lógica impulsa ahora este trabajo, la paciencia, el peso que sobre los personajes tiene de dónde vienen, lo que les impide tener claro adónde van.
O sea, como nosotros todos. Me estoy divirtiendo con este nuevo libro, aunque sé que nos costará mucho, porque está tan vivo que da miedo meterse en esa España tranquila que ocultaba, como los monstruos, una doble cara terrible, igual de aterradora que muchas otras caras que hemos visto en el querido, vilipendiado, arrumbado género fantástico...
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