Fue en aquella época en que, por mor a la profesión de mis amigos (tenían una academia de enseñanza que se convirtió en una especie de último tren a la cultura para gente que había dejado pasar otros trenes y, en seguida, en un club de corazones solitarios a la búsqueda de latidos paralelos), nos rodeamos de chicas monas pero algo planitas. A cada una de ellas, aves de paso por nuestras vidas, les soportamos (y nos soportaron, sin duda) manías y rarezas, poses vacías y risitas huecas. Algunas, casi todas, eran atractivas. Otras no tanto. Unas se desmayaban y otras se desorejaban en cuanto tomaban dos cubatas. Pasaban de alumnas a secretarias a novietas a enemigas como las estaciones se suceden o un autobús sigue siempre al taxi que ya has pillado.
He olvidado el nombre de casi todas ellas, aunque no los nombres en clave que usábamos para mencionarlas (La Esponjá, La Canija --para distinguirlas, porque se llamaban igual; curiosamente, la más guapa era la delgadita--, la Iva de quien ya he hablado, etc). Aspirantes, ya digo, a buscarse un brazo del que colgarse. Alguna, lo sabemos, acabó de puta (la más mojigata, pásmense). Otra, de secretaria ejecutiva de un mangante con barba. Las demás nos olvidaron como nosotros (o sea, mis amigos, yo sólo acudía los jueves) las olvidamos a ellas.
El rasgo de adultez, en esta sociedad nuestra, es beber cubatas y, quizás, escuchar música. Leer libros, un detalle excéntrico. Leer tebeos, directamente una gilipollez.
Eso me pasó, un domingo por la mañana, cuando en el paseo marítimo tomábamos unas cocacolas esperando. Mi amigo Vicente y yo, Juanito Mateos, Paco Gallardo, alguna de aquellas alumnas que aspiraban a ser novietas. Hacía una levantera de mil pares, como la que hace hoy (y el motivo que me ha recordado la anécdota). Y nosotros, mientras ellas lucían palmito, pero no para nosotros, lo que nos dedicábamos era a repasar el número 1 de Alpha Flight de John Byrne que acababa de salir en España.
Ya lo teníamos en comic-book original, he de decir. Pero en aquella época al menos todavía comprábamos los tebeos en dos ediciones, porque el papel de Forum era mejor y los colores algo más intensos. Luego, motivos de espacio, rotulación, desórdenes al publicar (sobre todo en Alpha Flight, por cierto, donde los backups no se publicaron como en la versión original, alterando la interpretación de la historia ongoing) nos hicieron comprarlos solo a Mile High. Doce cajas llenas de comic-books, por cierto, inaccesibles, aquí a mi derecha.
Vicente y yo repasábamos el tebeo. Y entonces aquella chica morena, algo tontita, que hablaba con cierto desdén porque creía que iba a estar buena toda la vida sin saber que Adolfo Domínguez nos mentía descaradamente con lo de la arruga es bella, me miró a la cara con burla y desprecio y dijo (creo que entonces iba detrás de Vicente, o sea, detrás de la hermosa casa que tenían los padres de Vicente) que cómo éramos capaces de perder el tiempo leyendo tebeos, cosa de niños.
Verán ustedes, aquí el baranda es la persona más simpática del mundo en directo. De verdad. No es coña. Soy tan encantador cuando quiero que me da miedo. En diferido y en leído puedo parecer distante, y engreído, y con un ego peor que el de Raúl González. Quizá sea cierto. Pero en persona conocerme es amarme.
Menos cuando me tocan la fibra sensible. Y, en temas de desprecio por cuestiones de tebeo, tengo un clítoris mental que se excita a la primera de cambio. Me pasó con la catedrática de Literatura Infantil, lo he dicho ya, cuando en el examen oral final de carrera me preguntó por los cómics que yo leía y tanto amaba, y dijo aquella frase que, para mi vida, pasó a la historia: "Claro, es qúe tú ves más de lo que hay". Y yo, sin perder la sonrisa, le repliqué: "No, no, yo veo lo que hay. Quien no ve lo que hay es usted". En vez de suspenderme para los restos, el examen final, diez o quince minutos por alumno, se convirtió en una agradable conversación que duró casi una hora.
Pues bien, fue la sonrisita despectiva de aquella chica que no tenía ni el graduado, posiblemente, lo que sacó no a mi Mister Hyde, sino a mi Sanchez Dragó. Ni corto ni perezoso (la tenía sentada enfrente), giré el tebeo, abierto, y se lo planté delante.
--¿Puedes explicarme qué significa esto? --le dije, señalando la página abierta. Ella parpadeó, sorprendida.
--Unos dibujitos de tíos saltando --quiso contestar. Pero yo insistí:
--¿Puedes explicarme por qué esta sucesión de caritas? Se llaman primeros planos. Tienen una función narrativa. Describen los estados de ánimo de cada personaje. Mira, éste es el líder, ¿ves el ceño fruncido? Este es gay, pero no se sabrá hasta dentro de unos números: ¿ves cómo el lenguaje corporal vacila? Este es fanfarrón, fíjate la línea de la boca.
Y así pasé a explicarle, como un tren de mercancías a toda máquina, cómo y por qué el gran John Byrne (porque fue un grande, sin duda) contaba como contaba lo que contaba, con sus claves, sus influencias, sus manías. Una lección de semiótica de la historieta en cinco minutos.
La chica se puso blanca. No volvió a hablar en toda la tarde.
--Te has pasado un poco --me susurraron luego, no sé si Paco o el mismo Vicente.
--No --dije yo--. Quien se ha pasado es ella. Que no vengan los analfabetos a burlarse de lo que se hace en las Academias.
No sé si mi frase tuvo el doble sentido que tiene ahora, en tanto Paco y Juanito eran eso, fugaces directores de academias de estudios, pero vale para terminar la historia. Y lo repito: que no nos vengan quienes no entienden de lo que son los tebeos, y cómo y por qué se cuentan, a darnos lecciones de intelectualidad.
Ya contaré otro día una anécdota parecida, esta vez con un librero que la cagó donde comía.
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Categorías: Las aventuras del joven RM