Lo he comentado ayer con los chavales. Lo de copiar en los exámenes: eso que es como lo que tienen que intentar los presos por un lado y los carceleros evitar por otro, pero a su nivel, más o menos. Ellos lo intentan, y si los pillan, los pillan. Si no, mejor para su expediente.
Con cierto rubor les he confesado que yo nunca copiaba en los exámenes. En ninguno. Excepto en los de religión, curiosamente. Las asignaturas que me sabía, me las sabía. Y las que no lograba entender ni a tiros (la física, por ejemplo), pues no me las sabía. Pragmático ya, yo, de jovencito.
Era distinto en las clases de religión. Allá por el año 74, no se crean, en un colegio de curas, era una cosa bastante seria. No es que fuera una asignatura que suspendiera nadie (creo), pero había que estudiarla y sacar nota y uno, la verdad, no estaba ya para esos trotes, no habiendo descubierto los tebeos, Serrat y las novelitas de a duro de ciencia ficción.
Además, era muy divertido copiar en las clases de religión.
Nuestro profesor entonces era un cura pequeñito, vivaracho, inquieto, nervioso. Como Torrebruno, pero con diente de oro. Se llamaba Don Ernesto (los salesianos todos se llamaban "don", o quizá fuera el signo de los tiempos), y su mote, pequeñito él, vestido con su clergyman oscuro, nervioso y con su puntito social, aunque no nos diéramos cuenta, era "Calimero", porque siempre acababa diciéndonos que todo era una injusticia. Las clases de religión eran, ya entonces, un galimatías de buenos propósitos contra la vida que bullía en nuestras venas: no sé si barruntábamos un cambio social, pero desde luego teníamos las hormonas llenas de eso que en la chirigota llama el Selu amor propio.
En los exámenes de religión había que citar continuamente la Biblia. Y, claro, yo me la había leído de cabo a rabo, un par de veces (buscando ovnis y apariciones extraterrestres, cuando pasé el sarampión Von Daniken), pero no era lo que se dice un experto como los que siempre hay en las películas de cárceles. Lo mejor era colar una chuleta, o dos, en las páginas de las biblias correspondientes.
Funcionaba muy bien, por cierto. Era una delicia echar una ojeada y ver a todo el mundo allí aplicado, pasando las hojitas de papel tan fino, aplicados y escribiendo a toda máquina.
Era divertido, una especie de juego del ratón y el gato donde los gatos éramos los alumnos y el ratón el pobre Don Ernesto, que era un alma cándida y al que, en el fondo, todos queríamos un montón (había otros curas algo siesos pero él desde luego no era uno de ellos).
Los exámenes de religión eran un cachondeo, por decirlo pronto y mal. Hasta que los alumnos de letras, con quienes compartíamos las clases (los de ciencias, cuarenta y seis; ellos, apenas once) decidieron declararnos la guerra y lo hicieron abriendo el fuego precisamente en un examen de religión.
Los guiaba a todos ellos el típico delegado de curso, progre, bajito, seguro de sí mismo, con cierto aire a Alfredo Amestoy. No recuerdo su nombre, ni lo he vuelto a ver más que una vez, mucho tiempo más tarde: no había perdido la pinta, ni la forma de ser. Imagino que hoy será concejal o funcionario de algún ayuntamiento o diputación.
Pues bien, Alfredo Amestoy y los otros diez se levantaron y entregaron sus exámenes sin escribir. Y se marcharon muy serios. El pobre cura no daba crédito a lo que veía. Que un alumno le entregara un examen en blanco, vale. Pero una clase entera lo dejó al pobre turulato.
Pidió explicaciones, mosqueado.
Y Alfredo Amestoy, que no era del PSOE porque para nosotros el PSOE todavía no existía, se subió las gafotas de carey y con cara del adolescente pícaro que era dijo que ellos (habló en plural, eso lo recuerdo claramente) no querían formar parte de un examen donde todo el mundo, o sea, nosotros (nos incluyó a todos los demás) estábamos copiando.
El pobre Don Ernesto no se murió allí mismo de un síncope porque Don Bosco, el gran jefe de la orden, seguro que nos estaba mirando. Se puso hecho una fiera. Él, tan manso, tan bueno, tan pequeñito, tan divertido, tan cuasi-italiano, empezó a tartamudear, a temblar, a dar saltitos. Y le dijo a Alfredo Amestoy, a voz en grito, que cómo osaba levantar falso testimonio de sus compañeros.
Amestoy, que se lo estaba pasando pipa, y quizá se trataba de eso, insistió en que lo que decía era verdad. Y el buen cura le dijo que quién estaba copiando. Todos, repitió. La clase entera. Éste, ése, aquél.
Don Ernesto no se lo quiso creer. No era posible. ¿Cómo?
Y Alfredo Amestoy, intentando no troncharse de risa, el hijo de la gran puta, dijo, muy serio: Mire usted dentro de las Biblias.
El cura, preso ya de un telele que le podría haber causado una taquicardia de las que hacen época, cogió la Biblia del alumno que tenía más cerca.
Yo.
Y pasó las páginas, temblando. Recuerdo cómo se estremecía, aunque entonces no tenía ni idea de lo que era el parkinson. Con los nervios, aunque yo las vi perfectamente, se pasó las chuletitas mínimas de papel cuadriculado donde tenía apuntados los números de los libros y versículos a citar.
Aquí no hay nada, gritó Don Ernesto. Y Alfredo Amestoy le insistió que diera la vuelta a la biblia.
Don Ernesto puso la Biblia boca abajo. La agitó. Las hojas de papel finísimo se agitaron y escupieron dos, tres de mis chuletas.
Y, milagrosamente, don Ernesto, temblando todavía y lo que le quedaba, ni las vio. Aquí no hay nada, dijo. ¿Ves? No hay nada.
Los once alumnos del sexto de bachillerato de letras se fueron todos muy ufanos, siguiendo a su líder.
Don Ernesto los suspendió a todos. Habráse visto, dijo.
Yo aprendí, a partir de ese día, a meter las chuletas dentro del lomo de la Biblia. Era buena persona, aquel viejo cura.
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Categorías: Las aventuras del joven RM