Aunque el tiempo y las modas le han pasado inmisericordes por encima, el western sigue siendo el cine en estado puro, un género (como el de los superhéroes) donde pueden y deben poderse contar todo tipo de historias. A la vista de su aparición con cuentagotas en las carteleras del mundo desde hace más de treinta años, el western parece un fantasma inexistente, una sombra de un pasado que los públicos de hoy día desconocen.
Y sin embargo se siguen rodando buenos westerns. Como Appaloosa, una película de fuerte sabor clásico, que innova sólo lo justo, con sus gotitas de humor en los diálogos y una puesta en escena tan sobria como los personajes que interpretan Ed Harris (director y co-guionista y compositor y cantante de la canción de los créditos finales) y Viggo Mortenssen, que compone un personaje tan físico y estatuario como su Alatriste; exagero sin duda, pero creo que Mortenssen es el Brando de nuestro tiempo, al menos en la manera en que hace posar a sus personajes.
Un buen montón de tópicos del cine del oeste que amamos quienes amamos al cine del oeste aparecen aquí: los matones, los sheriffs que tampoco se diferencian tanto de los matones, los políticos, las prostitutas, el duelo, los indios. Y, sobre todo, la soledad, la honradez, la amistad, todos esos conceptos que han dado en el pasado obras maestras del cine y que fueron dinamitados cuando la sobreexposición televisiva y el tamiz sarcástico-naturalista del spaghetti western demostraron que ya no quedaban hombres, sino pecadores en el cine.
Una cuidada ambientación (impagable el detalle de la frente blanca de Mortenssen, protegida siempre por el sombrero) que hereda las luces y penumbras de El jinete pálido y muchos de los tipos humanos de Deadwood nos muestra a dos pistoleros reconvertidos al negocio de la protección, estoicos, con su punto humorístico en ocasiones, y que en el fondo son desconocidos el uno para el otro. El calvinismo puritano de Harris se complementa con el idealismo romántico de Mortenssen, siempre protector y siempre con la escopeta al hombro. Ambos serán juguetes del pragmatismo de una René Zellwegger cuyo físico de muñeca mofletuda quizá no encaja demasiado en algunas partes de la película. Un desmejorado Jeremy Irons encarna al asesino sin escrúpulos que, por sus conexiones políticas, sabe que tarde o temprano será dueño de todo, incluyendo los políticos locales que un día soñaron con colgarlo de una soga.
Tanto el sheriff como su ayudante son hombres de pasado y presente que no se preocupan por el futuro. El crepúsculo les llegará antes de que le llegue a esa época de descubrimiento y colonización diera paso a los ruidos de los tiempos modernos. Sin embargo, primero quedará la oportunidad de sacrificar los ideales para que un amigo conserve una felicidad ilusoria antes de cabalgar hacia la puesta de sol que siempre está esperando.
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