A veces parece que todo se confabula para hacernos ver que somos tan poquita cosa que nadie nos echará de menos cuando nos hayan barrido las horas. Y para sonreír con cierta sorna ante la absurda egomanía de los románticos, esos que gustaban de comparar sus sentimientos exaltados con la naturaleza desatada y a su rollo. Hay días, simplemente, en que nos damos cuenta de que seguimos siendo aquellos simios algo deformes que, llevados por su curiosidad, dejaron atrás la seguridad del árbol.
Como un apocalipsis de película de catástrofe, la amenaza de la crisis se ceba de pronto en las bolsas, un día peor que el día anterior, y aunque uno no puede sino preguntarse por qué me preguntan por la seguridad de mis ahorros, si ahorros no tengo ni uno, sí que empieza a mosquearse como un pavo al escuchar un villancico, y recuerda que vive en precario equilibrio, multiempleado de muchas cosas.
Lo peor, cuando de madrugada la tormenta rompe el pestillo de una ventana y, entre relámpagos de película de miedo y truenos de película de piratas hay que correr a asegurarla y, al asomarse luego fugazmente a la calle, ve bajar un río de agua y arena que tiene incluso olas.
Cuando amanece, la luz negra te descoloca. El sol no es amarillo como de costumbre, sino de color tierra. Aunque parece muy temprano, una miradita al reloj te sorprende, porque son las diez de la mañana, no las siete.
Te asomas a la calle y ves los restos de la catástrofe: el balcón de enfrente, arrasado por los vientos. La hermosa casapuerta en la que los vecinos se han gastado una millonada, cubierta de agua y arena. El supermercado de la esquina, cerrado todavía, mientras sacan cubas enormes de agua sucia que vierten en la acera. Como la acera está en cuesta, van regando la calle de líquido y tierra. La encargada de la tienda de colchones achica agua, habla por teléfono, llora y se pone a charlar con quien pasa al mismo tiempo. Los semáforos no funcionan y, por tanto, tampoco la antena de televisión comunitaria. El restaurante chino está inundado hasta la altura de las rodillas: han perdido los helados, porque el congelador ha hecho puf. Mi propia casapuerta tiene un charco que impide el paso. Y, hasta hace cinco minutos escasos, la conexíón a internet se había perdido.
Ayer les estuve hablando a los chavales de los cabreos que Dios se pillaba contra el hombre en los primeros libros de la Biblia. Si tenemos en cuenta que hemos tenido estos días pasados una plaga de grillos, otra de bichitos naranjas, y otra de libélulas, yo empezaría a pensarme en serio si no nos estarán avisando de que es hora de empezar a hacer con tablas un arca grande.
Para volver al árbol, a lo mejor. Menuda racha.
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