Me gustó y me divirtió mucho el primero de los libros de Frank McCourt, Las cenizas de Ángela, con el que el autor saltó a la fama una vez jubilado de su trabajo como profesor de secundaria y donde nos contó la historia de su truculenta infancia de hambre en una Irlanda que, pásmense todos, no estaba tan lejana en el tiempo.
Luego, continuó su repaso biográfico con Lo es, que me gustó todavía más, porque ya no eran los recuerdos de hambre sino los de anhelo y adolescencia y admiración hacia los libros. Algo con lo que mejor podía identificarme.
McCourt completa ese repaso a su vida con El profesor, donde nos emplaza a los últimos años de su vida, tras el regreso a su Nueva York natal, y sus pasos por el mundo de la docencia, desde que era un profesor novato de lengua inglesa hasta su jubilación. Ahí me temo que la identificación ya ha sido absoluta.
Por mucho que nos diga la publicidad, esta experiencia de Frank McCourt no es una biografía al uso de Hollywood, sino la constancia, año tras año, de un sufrimiento y un fracaso. McCourt se sabe en todo momento un profesor mediocre, lleno de dudas, que no tiene ninguna fórmula mágica para que sus alumnos aprendan cosas que a él mismo no le interesan. Y por eso a los chavales y chavalas les resulta tan fácil tirarle de la lengua, desviar sus clases hacia anécdotas de su propia biografía, a escapadas a Times Square al cine, o a invertir las clases de creación literaria en largos recitados de recetas de cocina en vez de poemas.
Es un libro triste y divertido a la vez, como los otros libros de McCourt. No se corta un pelo al mencionar sus excesos con la bebida, la sensación continua de frustración por su profesión, los cambios de un instituto a otro, la lucha contra unos adolescentes que lo mismo se burlan de él que lo admiran. Es, en el fondo, la biografía de un tesón: cómo Frank aprende poco a poco a ser mejor profesor, y como el veneno de la literatura que inculca a sus alumnos acaba por contagiarlo también a él, de ahí su éxito posterior, cuando Las cenizas de Ángela le consiguió el Pulitzer y la fama.
Si, como McCourt, viven ustedes de espaldas a la pizarra y conocen un poco de qué va esto de la enseñanza, a lo mejor les sorprende comprobar que ya en los años sesenta la educación en Estados Unidos era clavadita a como la vamos viviendo aquí. McCourt suelta perlas sobre el hecho de dar clase, sobre los directores, sobre los padres de alumnos que me temo sólo podremos enjuiciar los que vivimos lo mismo todavía, día a día y año tras año.
A destacar el estilo cantarín, que la hermosa traducción de Alejandro Pareja respeta.
McCourt es ya mayor: la enseñanza ha consumido su carrera literaria. Pero ojalá que todavía tenga tiempo de contarnos más cosas, en otro puñado de libros, sean o no sean producto de su propia biografía.
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