Todos los años, por estas fechas, anda uno ya echándole un ojo al final del mes, que significa el final del curso, y hace sus cálculos de los días que faltan para que empiece lo que para muchos de nosotros es el acontecimiento del verano. O sea, la Semana Negra de Gijón. Ya he hablado por aquí de ella, es el ratito que encontramos gente que vive en distintos puntos de España (y hasta del mundo) para hablar de nuestras cosas de escritores, reírnos, llorar, darnos palmaditas en el hombro, beber sidra (que a mí no me gusta, soy de cerveza), oler a churros mientras presentas un libro, tomarte tu racioncita de pimientos de Padrón y tu pulpito...
Es nuestro regalo del verano si hemos sido niños buenos durante el invierno. Primero, la AsturCon, y luego los largos paseos por el recinto, las charlas con escritores amigos, las noches de tertulia. Y Chus Parrado.
Nos hemos vuelto semananegroadictos, me temo. Porque el deseo de que llegue el día diez lo empezamos a notar, este año, allá por noviembre (yo estaba delante del Templo de Debod cuando me llamó Paco Taibo), y creo que venimos descontando los minutos desde entonces. Hablo en plural, perdonen ustedes, no porque me haya subido a la parra más que de costumbre, sino porque sé que Juanmi Aguilera pasa por mi mismo quinario.
Todavía nos quedan veinte días, joder. Y luego, eso. Vayan preparando motores. ¡Fuego al cañón!
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