Estoy en clase explicando Drácula, y les comento que en el fondo en la novela de Stoker subyace el temor patológico a lo extranjero, que Drácula llega a la capital del imperio a quitarles las casas, el dinero y las mujeres. Y apostillo, igual que ahora, que la gente acusa a los inmigrantes de quitarles el trabajo. Naturalmente, insisto, ninguno de vosotros querría ser albañil, o recogedor de fresa, que son los trabajos que ocupan los inmigrantes.
No falta entonces quien acusa que no, que también quitan los inmigrantes trabajos de médicos y otras cosas mejor vistas. Aunque ya conozco a mi sector más reaccionario, me apena que con diecisiete años se vea la vida de esa forma.
Una hora después corrijo los exámenes de inglés de otro curso. La redacción (dos puntos), trata sobre la libertad que los padres dan a los chavales, que me cuenten qué los dejan y no los dejan hacer. En el forzoso lenguaje telegráfico que a veces usan cuando se expresan en un idioma que no es el propio, ese que exagera los errores pero también magnifica las verdades, convirtiendo a veces sus confesiones en radiografías de alto contraste donde se entiende todo, una chica inmigrante me escribe al respecto: "Mis padres me dan más o menos libertad dependiendo de la ciudad en la que estemos. Si la ciudad es peligrosa, me dan menos libertad, porque tienen miedo por mí".
No se puede decir más en tan pocas palabras. Cara y cruz del mismo momento.
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