He visto publicadas esta semana dos series de fotografías que, si no me han puesto de los nervios, es porque han provocado en mí un cabreo más triste que sonoro. Gracias por estar ustedes ahí para ayudarme a ventilarlo.
El primer conjunto de fotos, algo añejas y en blanco y negro, nos muestra a un grupo de hombres y mujeres sonrientes, felices, que tocan el acordeón y se vuelven a la cámara como si fueran un grupo de oficinistas en una excursión al campo. Todos son tranquilos y apuestos, de ojos serenos, las mujeres recias y los hombres, incluso, de aspecto viril y simpático. Pero no son oficinistas, sino carceleros. Y no carceleros cualquiera, sino de Auschwitz, el horrible campo de exterminio donde los nazis aniquilaron, ahí mismito, a un millón de personas. La felicidad que reflejan esas fotografías, el alegre compañerismo y la despreocupación por un día de asueto se contradicen con la terrible verdad de los uniformes, los correajes y el peso de la historia que ahora se descubre con estas fotos que se recuperan tras tantas décadas. Viene entonces el terror del que contempla esos documentos, la pregunta de cómo un grupo de personas fueron (y por desgracia son, y en el futuro serán) capaces de ponerse unas orejeras y vivir ignorando el dolor y la muerte que ellos mismos repartían apenas unos metros más allá de la espalda del fotógrafo que inmortalizó su ignominia. Da miedo reconocer que el hombre lobo puede estar en cualquier momento dentro de nosotros mismos.
El otro conjunto de fotos nos ha mostrado a una niñita rubia medio oculta en una melancólica procesión de lo que parecen ser campesinos musulmanes. Una foto tomada, dicen, por una pareja de turistas españoles este verano, en Marruecos. Y la buena intención al hacer pública esa fotografía privada, de pronto, se nos amarga por los matices de recelo y desconfianza que conlleva. La niña no es Madeleine, desaparecida hace ya tantos meses, sino Bushra Binisha, hija de un humilde olivarero de la localidad de Zinat. Y ahí es donde me saltan las alarmas: cómo somos capaces de sospechar de una familia sencilla porque tienen una hija que es rubia, siendo como son marroquíes. No importa nada que, con sólo mirar a los protagonistas de la foto, quede patente el contrasentido de cómo nadie pueda sospechar que la pobre niña inglesa esté ahí, al otro lado del mar, con su pelo rubio ni siquiera cortado o teñido y sin chistar, como si los olivareros pudieran ir por ahí atravesando fronteras y secuestrando chiquillas como si tal cosa.
Y me pongo en la piel de esos padres (la niña, con cinco años, uno más que la otra niña a la que se parece levemente, imagino que aún no tendrá capacidad para darse cuenta), que de pronto se convierten en centro de atención del cultísimo, democratiquísimo y civilizado mundo europeo, y se ven de pronto ante los objetivos de los fotógrafos, que invaden su intimidad y su honradez haciendo de ellos carne de tabloide. Me da grima la foto donde los padres de Bushra, como salidos de Los santos inocentes, tienen que mostrar a la cámara la partida de nacimiento de su hija, por si acaso. Son, simplemente, los otros. Hasta hay quien ha criticado el pintoresco sombrero campesino de la madre.
Quiero reconocer la buena intención de quienes han hecho pública la foto y su deseo de ayudar a esclarecer el misterio de la desaparición de la pequeña inglesa, pero me queda, ya les digo, el regusto amargo de cómo somos capaces de entrar a saco en unas vidas perfectamente privadas y decentes por el puro y simple hecho de que la niña que los acompaña es rubia. También lo era Abderramán III, nos dicen los libros de historia. También hay gitanos de cabellos y ojos claros, y muchos de nosotros no desentonaríamos en el norte de África e incluso más hacia el corazón del continente.
El inefable hombre blanco vuelve a hacer de las suyas. Ya no sólo nos parece que todos los asiáticos son iguales: no admitimos que la genética no entiende de fronteras ni países. La exacerbación del color del pelo y de los ojos, como si fueran detalles que tuvieran importancia, une la historia que va de las fotos añejas en blanco y negro de aquellos carceleros ajenos de su horror con las fotos digitales de esa otra gente a cuyo honor somos ajenos.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 1-10-07)
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