Como ahora tienen que devolver los libros, ya no vuelven a casa con las mochilas repletas y las espaldas encorvadas, pero todavía, sobre todo los más pequeños, regresan al nido cargados con trabajos manuales y cartulinas enormes que aletean al viento de verano con cierto olor a pegamento antiguo y, a veces, al esfuerzo de los padres que echaron una mano.
Vienen vestidos ya de playa, en chanclas, en bermudas, con camisetas chillonas y las gafas de sol sobre el pelo mojado. Exóticamente liberados, en algunos casos, como si recoger las notas fuera un trámite en el camino, como el que pide un vaso de agua o guarda el envoltorio de un caramelo, por si trae premio. Hay quienes se acongojan de pronto porque tienen uno, dos, o hasta más suspensos, ignorando que posiblemente no hayan hecho un curso modelo y que, en realidad, si la enseñanza fuera todavía lo que antes era, volverían con las alforjas cargadas de los frutos descuidados del esfuerzo que no hicieron.
En algunos casos, hay alegría. En otros, cada vez menos, hay lágrimas de cabreo (nunca, me parece, de arrepentimiento). Siempre hay un padre a deshora que quiere hablar a destiempo, lo que no ha hecho durante los nueve meses que han quedado atrás, lo que pueden hacer, todavía, esta tarde.
El colegio, a mediodía, se queda vacío de la vida que le da vida hasta que pase el verano. En la puerta, los profesores nos quedamos un poco como Ethan Edwards al final de Centauros del desierto: sin saber muy bien qué hacer, aturdidos, en suspenso.
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