Quizá se vio a sí mismo como James Cagney en “Al rojo vivo”, enfrentado a la muerte y creyendo estar en la cima del mundo. O se quiso creer Robert de Niro y llenó con disparos el vacío existencial que le recordaba de continuo el tictac de su taxímetro. O tal vez, como Michael Douglas en la otra película cuyo título tomo prestado, simplemente descargó la agresividad reprimida que llevaba dentro contra quienes poco podían sospechar que compartían con él bastante menos de lo que pensaban todos. Cho Seung-Chi, psicópata pistolero, ocho años después de la matanza de Columbine, ha superado ese triste récord confundiendo la vida con un videojuego violento. Pero la vida, ay, no tiene botón de reinicio y se juega en una partida única que también él ha perdido.
En el mundo entero nos hemos llevado las manos a la cabeza, pero a las muestras de espanto y solidaridad en seguida se ha sumado el merchandising. Entre flores, velas, oraciones, lazos amarillos y pegatinas de repulsa, al momento se han comercializado las camisetas. Ya hay un nombre más que sumar a Charles Manson, al Estrangulador de Boston, a Ed Gein, al Unabomber. Y se abren dos viejos debates: la libre adquisición de armas por cualquiera, y el papel de los medios en la información de los actos y los pensamientos, la propaganda, de los terroristas.
A cuentas de una segunda enmienda constitucional que data nada menos que del siglo dieciocho, nuestro gran hermano yanqui se aferra al derecho a la defensa propia, como si un arma pudiera ser sólo de un tipo y no de ambos y, como en el cuchillo del poema de Borges, la responsabilidad de su uso y mal uso no fuera de todos. La falacia difícilmente aceptable de que un revólver en el cajón de la mesilla de noche puede echarte una mano si te atracan de noche se desmonta cuando se analiza que no son precisamente pistolitas de seis tiros, sino armas automáticas de asalto y de gran precisión lo que está al alcance de cualquier perturbado tardoadolescente. La paradoja es tan evidente que hasta en los tebeos se hace notoria: el Capitán América, el héroe creado para la defensa contra el enemigo nazi durante la Segunda Guerra Mundial, usa un escudo (el arma defensiva por antonomasia) pero lo lanza como si fuera un bumerang indestructible que vuelve siempre a su dueño.
Tan terrible como que las fuerzas policiales tardaran tres horas en acudir al lugar de la matanza es el hecho de que nadie, en esa sociedad aparentemente tan desconfiada y pertrechada contra el enemigo externo, supiera ver que el lobo se relamía los bigotes entre su propia camada. No ha sido sólo la policía de Virginia la que ha fallado una vez más en este caso, sino todas las fuerzas sociales: los juzgados, el fiscal del distrito, el departamento psicológico que desestimó el recurso de evaluación psiquátrica contra el psicópata en ciernes. No todo lo malo lleva turbante y está a medio mundo de distancia: la recogida de tempestades está también dentro de casa.
Para colmo, ahondando el horror y el absurdo de los desvaríos de una mente indudablemente enferma, las pantallas de televisión y los periódicos han ofrecido la versión (imagino que, pese a todo, censurada) del muchacho loco y su injustificable justificación ante la muerte. En un inglés atropellado y cargado de acento convenientemente extranjero, ese muchachito asocial descarga en la sociedad el veneno de su verdad a medias, reprochándole una marginación que sin duda fue real, pero que sólo puede compartirse a ráfagas. Cualquier petición de ayuda tardía por escapar de su arrinconamiento se diluye cuando se le ve tan pagado de sí mismo, confundiéndose entre pistolones, cuchillos o martillos, trocando la visión que parecía tener de su propia capacidad por el ridículo. Más que a Harry el sucio, recuerda a Lara Croft. Un loco peligroso que la sociedad, demasiado tarde, comprendió que no debía haber andado suelto, pero cuya repercusión al mundo puede animar a otros como él a labrarse un sitio en el salón de los horrores de nuestro tiempo: el mismo Cho era admirador de los dos adolescentes que masacraron a sus compañeros en Columbine antes que él.
El susto y la reflexión durarán hasta la próxima vez. Seguro que en Hollywood ya han adquirido los derechos de su historia.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 23-04-07)
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