La violencia irrumpe en la vida plácida del pescador Solomon (y del espectador) como un mazazo, tanto más espantosa porque es arbitraria: violencia lejana que todavía sorprende y, si acaso durante dos horas y pico, indigna. Violencia de supuestos grupos revolucionarios y aparentes ejércitos gubernamentales que se matan y cambian de bando mientras (y queda muy claro en la emboscada en las calles) es la gente normal quien cae acribillada, sin que ni a unos ni a otros les importe: apliquen ustedes esa teoría al bipartidismo político (o a los políticos en general) de este país o de cualquier otro y se convertirán en peligrosamente anarquistas.
Estamos ante una película denuncia, ante una película de tesis, y el director Edward Zwick no hace nada para ocultarlo. Hace bien, posiblemente. Fotografía la belleza de África sin relamerse en ella, retrata a los diversos tipos humanos que pululan de un país a otro (¿existen las fronteras?) sin atreverse a juzgarlos del todo, poniéndolos delante de la cámara y mostrando las intenciones de cada uno en su lucha por sobrevivir: EEA, que dicen un par de veces en la historia: "Esto es Africa", o sea, hoy por ti mañana por mí, y mientras tanto tan amigos, hasta que uno de los dos mate al otro, o los dos se maten mutuamente.
Tiene algún punto de contacto con Apocalypto, este Diamante de sangre, pero mientras la película de Mel Gibson recrea un pasado perdido y cuesta un poco encontrarle la parábola (hasta el punto de que se niega, lo saben ustedes, la parte más sangrienta de su denuncia histórica), aquí tenemos una historia del África contemporánea que poca gente será capaz de negar. Hay ecos inevitables de Hemingway y de los aventureros de Wilbur Smith, pero no aparece el romanticismo de Tarzán ni Alan Quatermain: hay sida, miseria, muerte sistematizada, el contraste de la música rap y los videojuegos con la infancia robada a un puñado de niños con motes de superhéroes y el asco por la vida en la mirada. La muerte, cuando aparece (y aparece mucho) le debe lo suyo a La lista de Schindler: te disparan, te caes, te mueres, y se pasa o otra cosa; donde antes hubo algo que se parecía a una persona ahora no hay más que un trozo de carne.
Cine de personajes extremos que viven soñando con escapar de su situación extrema, aunque en el fondo saben que no podrán hacerlo, porque llevan el rojo de la tierra en la misma sangre que da color a la tierra: Leonardo di Caprio, adulto ya, por primera vez alto en pantalla, no oculta su ideología política de niño blanco africano con un pasado de militar o mercenario a las espaldas, capaz del robo, el asesinato, el insulto (¿por qué llama kaffir a Solomon y no cafre?), y tontamente orgulloso sin embargo al reconocer que ha llegado a combatir con soldados negros en alguna batalla perdida. Hace una gran interpretación di Caprio, cada vez menos niño (ya tendrían que doblarlo con otra voz, por cierto, igual que tendrían que haber buscado otras voces para los distintos personajes negros que aparecen, pues todos parecen haber sido doblados por el mismo actor), y si ustedes no comprenden que esté nominado al Oscar, recuerden que su personaje es rhodesio y que ha tenido que imitar el acento (de ahí que termine las frases con un "aaah" que no pega demasiado en castellano). Su personaje, Archer, hereda rasgos de grandes personajes del cine del pasado, de perdedores del pasado: el tabaco de Bogart, la resistencia final del Gary Cooper de Por quien doblan las campanas (ya les digo que la huella de Hemingway es inevitable).
Junto a él, una bellísima Jennifer Connelly, delgada, algo demacrada, sin una aparente gota de maquillaje. La reportera norteamericana que ha perdido la fe en que pueda cambiar el mundo con sus escritos. La "chica" de la historia, pero se agradece que en este mundo inhóspito (que es nuestro mundo, no lo olvidemos) que nos muestra la película nunca se besen, ni expresen sus sentimientos en voz alta. La cámara no se relame tampoco en los ojos aguamarina de la Connelly, pero la Connelly es demasiado hermosa para no conquistar la cámara.
Y Solomon Vandy (Djimon Hounsou), fuerte, aislado, ingenuo, esclavo moderno como tantos otros esclavos modernos, el hombre sin familia que lucha por recuperarla. Es, de todos los personajes, el más integro (o el único íntegro), y quizá en él, como vehículo de la película, tenemos una pequeña licencia narrativa, pues cuesta creer que le sorprenda como a nosotros, siendo nativo, el horror continuado que se ceba en todos.
La película tiene como objetivo la denuncia del tráfico de diamantes, la mucha sangre que hay detrás de este negocio que mueve millones y mata a millares, pero no olvida tampoco el terrible espanto de los niños soldados o las amputaciones a mansalva para impedir el voto, ni el caso omiso que occidente hace a los horrores que esparce, más entretenido en escándalos sexuales como las aventuras becariales de Bill Clinton. Uno sale del cine con la impresión de que no va a comprar un anillo más en la vida, aunque sabe que es una sensación de culpa que le va a durar poco.
Le sobran quizás los minutos finales, ese epílogo donde parece que nos limpiamos la conciencia y castigamos con un escándalo político al comprador de diamantes sin escrúpulos (interpretado, significativamente, por Michael Sheen, que hace de Tony Blair en La Reina). El plano de Leo di Caprio acariciando la tierra que se le escapa entre las manos y la avioneta que huye hacia la libertad habría sido suficiente.
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