Dicen que no hay más paraíso que el que perdemos, y que el cine es imagen pura. Las dos cosas nos las demuestra, y con creces, Mel Gibson en su última película, Apocalypto, una historia sencilla que explora brevemente un campo todavía virgen en el cine, tan dado a epopeyas de otras partes del mundo o del mundo situado ligeramente más arriba: el declive de las culturas mesoamericanas, y el conflicto entre razas, todo aquello que habría de llegar a su propio apocalipsis con la llegada de los conquistadores españoles, que pondrían fin a esos cielos y esos infiernos para imponer sus cielos y sus infiernos, que son también los nuestros.
Gibson cuenta una historia sencilla de gentes sencillas, salvajes buenos, unidos a la naturaleza cruel que los rodea. En los primeros minutos de película es capaz de meterse al espectador en el bolsillo: las bromas de los jóvenes mayas, la torpeza del gigantón, la impaciencia de la vieja por ser abuela, nos demuestran que cualquier cultura es en el fondo igual que cualquier otra cultura cuando quiere ahondarse en el meollo de lo que nos hace querer ser humanos. No falta en este prólogo la doble premonición que luego repetirá la niña bruja, tanto en el encuentro con la tribu de exiliados como en las palabras del soberbio cuentacuentos. Los planos con que Garra de Jaguar contempla a su hijo pequeño Paso de Tortuga muestran una ternura infinita que Gibson y sus desconocidos actores saben retratar con maestría.
Cuando el mundo de fuera, el mundo de los mercenarios aztecas rompe la monótona placidez de la vida cotidiana, la película se lanza a un espectáculo sin frenos. La lucha por la familia se salda con muertes y derrotas, y también con orgullo por la parte contraria: en ningún momento, pese a su crueldad, Gibson muestra como negativo al caudillo invasor, y se entretiene en mostrar su amor hacia su propio hijo. Las escenas de pelea en la jungla, esa suerte de guerra florida sin declarar donde es más importante coger adultos prisioneros que darles muerte, nos dejan con una enorme sensación de indefensión al ver a los niños abandonados a su suerte y la inútil persecución del grupo de cautivos. Yo recordé, y posiblemente Gibson también, a los niños perdidos de su tercer Mad Max.
La película gana muchos enteros con la llegada a la ciudad y la escena del sacrificio humano, justo en el momento en que los primeros espectadores empiezan a abandonar la sala, quizás porque les aburre una película con subtítulos que a veces no se ven bien, quizás porque les repugna la sangre, quizás porque les parece un rollo exagerado sin pies ni, ejem, cabeza, quizás porque son personas civilizadas y políticamente correctas que siguen viendo el pasado de los otros como un mundo idílico que aquellos desalmados extremeños muertos de hambre vinieron a romper en pedazos.
No hay tregua en ningún momento, y mientras la sensación ominosa aumenta y Garra de Jaguar se va identificando cada vez más con su selva y con su tótem, flaquea quizá un poco el contrapunto de Siete y el pequeño aislados en la cueva (en ese aspecto, el tiempo que pasa en la película nunca queda claro y creo que habría sido más lógico y menos espectacular que los niños de los que nunca más se sabe hubieran acudido al rescate en off). La escena final, donde el presagio se cumple ya por completo, nos revalida una vez más que estamos viendo una película que se asemeja, por el choque violento entre tres culturas, a la llegada de los astronautas y su sorpresa final en El planeta de los simios.
Cine espectáculo y también cine denuncia. El apocalipsis del título puede aplicarse al pasado y la película no pierde, pese a su remoto enclave en el tiempo, su valor como metáfora y aviso para tiempos presentes y tiempos futuros. Nadie puede escapar a su destino, y Gibson apunta muy claro con el dedo a las castas sacerdotales y la aristocracia, capaces de volcar en su provecho ese eclipse de sol que sus antepasados podrían haber comprendido mejor y que ellos, en beneficio propio, han olvidado y tergiversado.
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