Sí, ya sé, van a decirme ustedes que soy un cagueta.
Vale, soy un cagueta.
Pero qué se le va a hacer. Hay quien le tiene miedo a los perros, o a los espacios abiertos, o a las alturas, o a los espacios cerrados. O a los caracoles. O a los botones blancos (de verdad, conozco un caso).
A mí me da cierto jindoi la imaginería de los santos. No sé por qué. Imagino que porque en el fondo habrá algo de pagano en mi código genético, o porque lo mismo algún antepasado ardió en la hoguera por hereje, qué más da. Pero me pongo nervioso (¿me remorderá la conciencia?) cuando estoy así plantado delante de alguna estatua de vírgenes, santos, apóstoles y mártires.
Nunca me había pasado con los portalitos de Belén. Hasta el otro día.
Uno ya sabe que esto del capillismo es una fricada como cualquier otra. Lo mismo el que es fan de El señor de los Anillos quisiera estar irrumpiendo en Mordor día sí día también, o al fan de Star Wars (treinta años este año, ya lo celebraremos espero que sin estridencias) le gustaría tomar la Estrella de la Muerte (la primera) cada fin de semana, hay gente que muere con la iconografía religiosa y disfruta como críos montando portales de Belén, cargando pasos en Semana Santa y, si es posible y como parece estar poniéndose de moda, mezclando ambas tendencias.
Si no, no se explica que entre uno a ver los dioramas de la asociación de belenistas de aquí la ciudad y se encuentre, nada más entrar, que venden figuritas del pesebre, la mula, el buey, el angelito, el pastor... y justo al lado, un romano azotando a un Cristo caído, a San Pedro cortándole la oreja a un romano derribado, al mismo Cristo atado a una columna y a los apóstoles congregados ante la cruz. Así en pequeñito, quiero decir. Tamaño portal de Belén caro. O sea, que tarde o temprano habrá ¿calvarios? donde los capillitas escenificarán en casa la Pasión, como en las calles.
No sólo en la asociación de belenistas se da el caso: en uno de los belenes a concurso (me pasé el otro día una tarde libre de compras visitando belenes, qué se le va a hacer), entra uno en el sitio a oscuras y zas, lo primero que nota es que huele a incienso y no a pestiños, y a la derecha, el misterio y el castillo y Herodes y los tres reyes magos y el angelito que se enciende cuando la luz se apaga. Y a la derecha, tres dioramas tres, con la escena de la oración del Huerto, la crucifixión y el camino del Gólgota. Una especie de vértigo cósmico, cachis, ir a ver una cosa y encontrarte de pronto que han pasado treinta años en la ficción y tres meses en la vida, así como quien dice.
Les hablaba de que me dan cierto repelús eso de los santos y las estatuas (¿tendré ascendentes judíos en mis cromosomas?). Uno de los portales, cáspita, es nada menos que a tamaño natural. Portal a tamaño natural estilo genovés, dice el folletito que tan amablemente reparte el ayuntamiento.
Y allá vamos los cuatro. Nueve y cuarto de la noche, una calleja solitaria, aunque céntrica, tan olvidada de la mano de Dios y de los hombres que llevo más de veinte años queriendo que sea un momento central de la novela (¿de terror?) en la que ando enfrascado estos días. O sea, ni un alma, ni un ruido. Huele a incienso, pero eso parece que es ya inevitable.
El lugar donde está el Belén a tamaño natural es un patio cubierto, o una antigua sala, qué sé yo. Apenas hay un viejo guarda que sale a la puerta a fumar un cigarrillo, imagino que desesperado por que den las nueve y media y pueda irse a casa y repompearse un rato en su sofá. Yo creía que el belén estaría allí en una especie de estrado, con las figuras del portal y poco más. Quiá. Como si fuera una sala de audiencias o un patio mozárabe, hay estatuas por todas partes. A izquierda y derecha, al fondo. Y hasta detrás, un angelito que es más alto que mi hijo, que me acompaña como si fuéramos Frodo y Sam dirigéndonos hacia el Monte del Destino. Mi mujer y Laura vienen algo más rezagadas, como casi siempre.
El silencio es sobrecogedor. Suenan villancicos lejanos, pero aquí es como si de pronto estuviéramos en una especie de universo de bolsillo donde las figuritas de rigor (los pastores, la madre, la niña, el ángel, los tres reyes, la Virgen, el Niño, San José, los romanos) son de tamaño natural. De tamaño natural, han leído ustedes bien. De tamaño natural, no sé si me explico. Envueltos en ropajes aparatosos, gigantescos, dicen que genoveses pero que me maten si he visto alguna vez que los genoveses hayan vestido de esa forma. ¿He dicho ya que eran estatuas de tamaño natural? ¿Que no había un alma en la calle ni en el portalito? ¿Que hacía un frío que pelaba allí dentro?
Entonces nos damos cuenta de que las figuras son... figuras de pasos de semana santa recicladas a figuras belenistas. Y de tamaño natural. Parece que de pronto todas te envuelven. Están delante, están detrás, están a los lados. Y les falta un soplo para que se muevan.
Será exceso de imaginación, pero me acojono allí mismo. Y no sólo me acojono yo: se acojona Daniel. Se acojona mi mujer, que le gusta más una tontería de estas que a mí una maratón de Buffy (la única que conserva la cabeza en su sitio es Laura, cosa que hasta me preocupa). De pronto las figuras se revelan como lo que son: no muñecos arrobados por la presencia del milagro, sino otros muñecos que comunican perfectamente que les espera el dolor y la muerte y, antes que la redención, barroco puro, el castigo.
Salgo de allí pitando, perdónenme ustedes y ríanse cuanto quieran. Pero el miedo es así de irracional. Y les juro que cuando paso al lado del supuesto angelito que guarda la puerta casi me espero que gire la cabeza y abra la boca y me muestre los colmillos.
De tamaño natural, ni las muñecas hinchables, oigan. Qué miedo.
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