No le falla el pulso al viejo Clint, pero quizá nos tiene mal acostumbrados y le pedimos que en cada película se supere a sí mismo. Después de una brillante carrera actoral, donde fue acusado alegremente de reaccionario y cuasi-fascista, y de una carrera directorial que ya prometía obras interesantes en su primeriza Escalofrío en la noche, el viejo y sabio Eastwood es unánimemente aceptado como el último gran clásico vivo que goza, pese a su edad ya avanzada, del privilegio de seguir dirigiendo y dirigiendo muy bien.
Sin embargo, en esta película le han ganado por la mano tres factores: el primero, la estética de la guerra, de cómo se filma la guerra y cómo se colorea la guerra, que tiene una deuda ineludible, como imagino la tendrán en el futuro todas las películas bélicas, con la portentosa secuencia inicial de Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, productor de esta Banderas de nuestros padres y, parece, el director que iba a llevarla a buen puerto en primera instancia. El segundo factor es que la estructura narrativa, los saltos de tiempo y espacio, el deseo de hacer casi cine documental (y no hay más que ver las fotografías reales de la toma de Iwo Jima y el parecido asombroso de los actores con los soldados de verdad que interpretan, y el mimo de la puesta en escena, desde el color de la tierra a los detalles de vendas, correajes, incluso perros), casi podrían haber dado más cancha y mejor expresividad narrativa en una miniserie televisiva, como ya vimos, y vimos muy bien, en Band of Brothers. El tercer factor es que, como buena película de guerra, los personajes resultan confusos, todos manchados y sucios y heridos, todos casi adolescentes, y el guión intenta hacer un homenaje a los seis soldados que levantaron la histórica bandera, las dos veces, y apenas puede hacerlo con tres de ellos, los supervivientes, para al final sólo mostrar cierto interés en la figura del soldado indio Ira Hayes, que ya había sido objeto de un biopic protagonizado por Tony Curtis, El sexto héroe, nada menos que en 1961. Que la actuación de ninguno de los tres personajes centrales sea sobresaliente resta bastantes méritos a la película.
Con todo, pese a algún momento inicial desconcertante y algún golpe de efecto con los flash forwards y flashbacks que resultan algo cansinos, la película va ganando fuerza y tiene un último tercio magistral. Eastwood no escatima escenas de dureza, pero no en el campo de batalla (¿será que todos estamos demasiado acostumbrados a lo gore?), sino en las escenas de vida cotidiana: la familia del verdadero soldado que iza la bandera y es ignorado a perpetuidad en la foto y los homenajes; el encuentro con la otra madre y el llanto del indio en sus brazos; el racismo latente (en aquella época los indios ni siquiera tenían derecho a voto) y el alcohol como remedio; y, sobre todo, una vez terminada la guerra, la vuelta a la mediocridad de la vida para unos personajes que nunca fueron héroes y que tienen que sufrir en carnes la ignorancia y el alejamiento. Como ya hiciera en Sin perdón, ni la prensa ni los políticos salen demasiado bien parados a los ojos de Eastwood.
Como parte de un díptico que se complementará dentro de unos meses con Cartas de Iwo Jima, rodada en japonés y desde el bando nipón, es curioso que aquí apenas se vea el enemigo, siempre oculto en los bunkers, suicidado en las cuevas o atacando de noche. Quizá haya que esperar a ver cómo redondea el viejo Clint su visión de esta encarnizada batalla de la historia, y su versión de los otros no-héroes, pero seres humanos al fin y al cabo, que combatieron por las banderas de otros padres.
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