Voy a contarles un secreto, y espero no ruborizarme mientras tecleo: anoche, durante un par de horas, fui feliz.
Ustedes me leen aquí, o hasta me conocen en persona, como un señor bajito y vital que planta buena cara al mal tiempo y no parece tener una preocupación en el mundo. Pero también tengo un reverso tenebroso, cuando estoy de bajada, en que se me llevan los diablos porque uno empieza a notar la edad que tiene y se da cuenta de que en el juego de la oca que es la vida llega una y otra vez a la casilla seis y vuelve quiera o no a la casilla uno. Dicho en plata: soy un escritor sin suerte.
Por eso, quitando lo que ustedes me leen por aquí, hace año y dos meses que me juraba y perjuraba a mí mismo que hasta donde hemos llegado se llegó, y que el muro es más fuerte que mi cabeza y que sin duda hay otras cosas en el mundo aparte de dedicarte como un tonto las horas de los días a inventar historias y sacudir el árbol de las palabras para encontrar si acaso una sugerencia nueva. Hartazgo, molicie, decepción, no sé, ponganle ustedes el calificativo que quieran. A momentos de fertilidad absoluta donde los relatos o las novelas se me han ido acumulando, le suelen suceder tiempos de nada y absurdo donde te das cuenta de que, si no eres feliz escribiendo tampoco eres feliz sin escribir, y que al cerrar la puerta de este oficio algo tonto del que sólo pueden vivir unos cuantos afortunados, estás cerrando también la puerta a esa posibilidad remota, cada vez más lejana, de que tus libros y tus historias lleguen a algo o a alguien.
Llevo así, ya digo, año y pico. Por falta de tiempo, porque uno ve el mundo editorial de otra manera a como lo veía hace tan sólo tres o cuatro años, porque empieza a comprender que escribe novelas con handicap y que, aunque no las escribiera, tampoco el panorama sería distinto. Si se acaba el amor, me decía, ¿no se me acabará también algún día el amor por escribir, el amor por los libros, el amor por el amor de mi vida, o sea, la dama más inconstante de todas las damas, la literatura? Media docena de veces al día podría haberles jurado que sí, que se me había acabado. Y otras tantas que no, que todavía podía darme, a mí y a ella, una oportunidad nueva.
Y me hablaban los amigos, y me tiraban de las orejas los colegas, y no me importaba nada, de verdad, no estar escribiendo. Yo mismo trataba de convencerme de que el hecho de escribir y publicar y tener el reconocimiento que en el fondo todos buscamos cuando sacamos a la luz un libro no son la misma cosa, y que a veces casi son antagónicas. Pero no escribía.
Lo comprobé anoche. A eso de las nueve y pico, cuando había terminado de traducir mi ración diaria de novela de otro. Salí del programa con el que traduzco (un WP51 que es el hazmerreír de todo el mundo, pero a mí vale; uso Words solo para escribir mis artículos), y de pronto entré otra vez. Página en blanco. Tecleé una línea. Luego otra. Y entonces escribí, escribí sin parar, porque me supe de pronto la música de un nuevo libro, una música que llevo buscando, y no exagero, más de veinte años.
Anoche fui feliz, mientras escribía dos capítulos que se me desbordaron entre los dedos, porque llevan ahí acumulados, esperando que les diera experiencia, desde aquellos días lejanos en que fabulé la historia que, hasta ayer mismo, no había sido.
No sé ahora si esos dos capítulos tendrán continuación esta noche o mañana, o la semana que viene o el mes que viene. No sé si continuaré desgranando esa partitura que anoche me indicó el camino de una nueva historia. No sé si finalmente esos doce folios se convertirán en una novela o si se quedarán almacenados, como tantas otras, en su archivo correspondiente en el disco duro.
Pero anoche, mientras escribía, fui feliz. Y esas dos horas de posesión diabólica, es verdad, compensan de las malas patas y las incompetencias y los infortunios. Anoche, mientras escribía, fui feliz, y quería que supieran ustedes que eso es bueno.
Comentarios (40)
Categorías: Reflexiones