Siempre es encomiable atreverse a unir lo cotidiano de nuestra historia (lejana o cercana), con estéticas fantásticas (propias o con un claro regusto a Arthur Rackham), entre otras cosas porque si bien nuestro cine (como nuestra literatura) parece anunciarse siempre como asentado en la tierra de lo realista (es decir, "bueno" en contraposición a las chaladuras a las que se dedican quienes siguen el género fantático), no es menos cierto que hay una clarísima corriente subterránea, la ha habido siempre, que contradice esa vocación de naturalismo que nos quieren vender desde los libros de texto y los manuales de cine. Que venga un director de cine mexicano y le plante en la cara a los escépticos no sólo que puede hacerse, sino que puede hacerse muy bien, dando una vuelta de tuerca a las repetitivas historias sobre la Guerra Civil que impulsan nuestros libros y nuestro cine, debería ser una llamada de atención hacia dónde podría ir, al menos, nuestra industria de las sábanas blancas.
El laberinto del fauno es una película sencilla, pero ambiciosa. No pretende apabullar con sus efectos especiales (aunque sean muy buenos, en especial la caracterización de Doug Jones en su doble papel del Fauno y el Hombre Pálido) ni tampoco contar una historia que descuadre al espectador por lo desaforado de sus planteamientos. Contada a dos niveles, el mundo ¿onírico? de la niña Ofelia y el mundo terrible y real de los adultos supervivientes de una guerra civil a la que aún no han puesto fin, la película se basa sobre todo en lo férreo de su guión y el temple de su ritmo narrativo. Creo que nunca ha estado mejor Guillermo del Toro detrás de la cámara, quizás porque se trata de un proyecto personalísimo donde pincha y corta el bacalao como guionista, director y productor. El resultado final es un film original aunque esté lleno de referentes: uno no puede dejar de recordar algún western de Peckinpah o de Ford en esa actitud de los personajes adultos que viven en la frontera del bosque y la civilización esperando el momento de aniquilarse y, en el caso del maquis, de darle la vuelta a una tortilla que el espectador sabe de antemano imposible; tampoco puede uno evitar recordar Furtivos, y ya se ha comparado por ahí, me parece que con acierto, el personaje de Maribel Verdú con Lola Gaos. Sus gotitas de Hitchcock y de Goya, sus referentes a lo feérico y hasta a Lovecraft y Richard Corben y Fuenteovejuna sazonan una historia que juega, y juega bien, a los paralelismos entre los dos planos de acción, y donde se comparten y se invierten (o no) los roles de lo que es el mal en la persona del capitán Vidal y el mismo Fauno.
En su interpretación del capitán (del ¿ejército? ¿la guardia civil? ¿la policía armada?, ¿existían esos uniformes grises? ¿no tendrían que haber sido color verde o caqui?), Sergi López nos presenta una actuación sobresaliente, sin duda lo mejor de la película: sin llegar nunca a los excesos histriónicos de Novecento, por ejemplo, su personaje tiene ese punto de soberbia, pulcritud, chulería y valentía que lo hacen humano y, ay, me temo que perfectamente reconocible. Que un actorazo como López haya hecho su vida laboral en Francia dice también mucho de la miopía de nuestra industria.
Del Toro no juega al susto: es un cuento de hadas y la tensión de lo fantástico tiene siempre el tono onírico justo para recordarnos pesadillas de las que se puede escapar despertando, aunque haya que despertar a la muerte. Sugiriendo más que mostrando, sin regodearse en alguna escena durísima (el asesinato a botellazos del cazador furtivo, las torturas, la amputación) en el fondo la película, pese a su apuesta decidida por lo fantástico, nos viene a demostrar que el horror, el horror verdadero, el que da más miedo y causa mayor sangre, está a este lado de la puerta de tiza y el espejo.
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