Me encontré hace dos noches a Fátima, una antigua alumna a quien no veía desde hace al menos doce o quince años. Donde yo dejé a una niña mona ahora hay una mujer guapísima que se nota que pisa en tierra y a la que la vida, como a todos, ha convertido en otra persona diferente a la que yo tengo en el recuerdo.
Después de los dos besitos de rigor en las mejillas, hola que tal, muac, muac, y mi pregunta de siempre (que suele ser "qué es de tu vida"o "a qué te dedicas"), Fátima me sorprende contándome que es guionista de cine y televisión, y cuando yo abro los dos ojos como platos y me olvido de pedir mi Jameson´s y me dedico a chalar con ella, me va contando que ha hecho no sé cuántos cientos de episodios de algún culebrón popularísimo. Y que está hasta el gorro y que lo ha dejado y que ahora va a intentar escribir un par de cortos y, quién sabe si más adelante, un largometraje a ver si es capaz de dirigirlo, porque encima los directores ponen las cámaras donde les da la gana y se cargan lo escrito y pensado a la primera de cambio.
Y me cuenta eso, que es una profesión coñazo, donde todo va acelerado, donde tienes que escribir cada capítulo en tres días, a veces cinco capítulos en una semana, que los ejecutivos que están por encima son de un muermo y un anti-imaginativo que da grima, que hay que escribir siempre siguiendo el papel de calco: once escenas de tres minutos cada una, ni uno más ni uno menos, y encima con toda la limitación de presupuestos y escenarios, y venga a darle vueltas a la noria de los personajes y a ver qué va saliendo. Y que encima el mundo de la creación televisiva es como ustedes se imaginaban ya que era, o sea, egos, inmadureces, zancadillas y favoritismos. La carrera del ratón.
Y uno, desde la supuesta tranquilidad del escritorcillo que es en el mundo diminuto y hostil que le rodea, ajeno al glamour y envidioso de glamoures, no puede por menos que recordar que en todas partes cuecen hablas.
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