Cuesta trabajo creer que el hormigón, dos parterres diminutos y un muro blanco de cal puedan anunciar de esa manera la primavera, pero les juro que mi colegio se pone hermosísimo en estos días. Quizá sea, no sé, que ya prácticamente vivimos el largo bostezo del verano, que ya me voy librando con los días de los cursos superiores (los de segundo de bachiller ya han terminado), o que llega del oeste una ráfaga azul de luz y salitre que te alegra el espíritu y te promete mañanas de paseos por la orilla del mar y tardes de contemplación de globos rojos sobre la línea soñada del horizonte.
La primavera, alergias aparte, es un invento que hemos despachado en dos semanas si acaso. Aquí pasamos del abrigo a la manga corta en unos días, del calcetín de lana a la chancla y de la bufanda al meyba. Ahora los días son largos, y ya se ve otra gente en la calle, o se ve la gente de otra manera. La ciudad, todavía, es nuestra, a la espera de las invasiones que nos arrinconarán poquito a poco desde primeros de julio hasta septiembre. En las aceras alternan chaveas de windsurf y tatuajes al hombro con niños de primera comunión y galas de boda que hacen tiempo en cualquier terraza antes de pasar al convite; es una mezcla de corbatas de seda y misales, de camisetas floreadas y perfumes y pieles despellejadas por este sol cada día más inmisericorde.
A un mes del verano oficial, lo tenemos aquí infiltrado entre nosotros, espiándonos, sofocándonos, engañándonos con la promesa de su largo abrazo de descanso.
Lástima que la declaración de la renta rompa la magia de estos días de contemplar la hermosura de lo cotidiano.
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