Duele cada día sentirse intruso en tu propio barrio, aunque ya no recuerde más que a ratos que ese barrio alguna vez fue mío. Lo noto en la mirada de vecinos que desconozco, de niños que juegan en patios donde yo también me lastimé las rodillas y vendí tebeos y jugué al puli y me atacaron los perros. Me miran como si yo fuera un desconocido, sin saber que los desconocidos son ellos, que han ocupado por mí el sitio que yo una vez ocupé en estas cuatro calles que fueron mi infancia, mi adolescencia, mi juventud.
Mi barrio. Nuevo, cuadrado, tenía aún en aquella época esa pátina de sitio donde empezaba la vida: la panadería nueva, la confitería Benítez, Los Álamos, Los Álamos Chicos, Los Tres Álamos, el estanco. El Pekín, el supermercado que antes me parecía enorme y ahora me produce claustrofobia en su ordenada estrechez. Casas soleadas, incluso una con chaflán, las clases sociales separadas conforme ibas alejándote por Ruiz de Alda hacia la Avenida: La Granja Santa Ana, que hoy casi no queda, y al fondo, a cada esquina de la calle, frente al colegio que no era mío entonces y soy de él ahora, dos cines, de invierno y verano, Imperial y Delicias. Y ya en la calzada, el rastro del asfalto oscuro y la marca de la vía de un tranvía que monté por última vez una noche de mayo.
Antes, al otro lado justo de la calle, tras mi ventana y mi balcón, había la nada: la línea del tren donde una vez vi a una bruja, la selva en pequeñito donde jugábamos a levantar tiendas de campaña, y la bahía enorme abierta a la mirada. Luego fueron construyendo casas prefabricadas, y de aquel magnífico panorama no quedó nada más que un frontón de color asfalto lleno de gentes que, una vez más separadas por la marca de la vía del tren, supusieron la primera llegada de desconocidos a la zona.
Entre la avenida y la vía del tren, mi barrio era, sí, de clase obrera tirando a clase media. Había quien ya en los sesenta era capaz de entramparse y comprar un campito en Chiclana. Todos se conocían por su nombre porque todos trabajaban en el mismo sitio, y no había fantasmas de paro ni futuros de reconversión a la vista.
Los niños de aquel barrio no sabíamos entonces que íbamos a dividirnos entre quienes tendríamos que estudiar bachillerato y luego una carrera y aquellos a quienes esperaba el colegio de Puerto Real y los primeros sueldos en la factoría de barcos; nos daban una mezcla de envidia y de pesar, porque nosotros no teníamos claro lo que íbamos a ser en la vida, pero intuíamos ya que nuestro futuro no iba a ser el de ellos. Alguno, con el tiempo, heredó aquellas casas que entonces eran nuevas y hoy no reconozco, pero la mayoría vive en otros lugares, en otras ciudades incluso, cerrado el Astillero y más ajenos aún que yo al recorrido de sus calles y sus plazas.
Ha ido cambiando poco a poco el barrio con el paso de las décadas, pero no es hasta hace un par de años que me he dado cuenta de que mi barrio ya no es mío, quizás desde que murió mi padre. Ya no voy a la peluquería de caballeros de Juan Pérez (que murió también), y donde más que a cortarme el pelo iba a pasar un buen rato escuchando las bromas que se gastaban Pedro y Juanito Junior. Cerró el Pequeño Nansa y en su lugar florecieron casitas adosadas. Los Álamos ahora es una panadería chiquitita que a la vez vende periódicos. No sé quién atiende ahora en La Gloria. Los Álamos Chicos y la tiendecita de aquella morenita mona que me vendió el número catorce de Spider-Man hace tiempo que son un asador de pollos de mi vecino Nicolás. Se murió Virtudes, se murió El Viejo, se murió la Concha, se murió María la Gorda. Se murió Juaquinito y no pudo conocer a sus nietas. El cementerio de los ingleses donde comíamos vinagretas es ahora un parque donde la gente se pincha y peregrina una vez cada no sé cuántos meses para que le sellen la tarjeta del paro. La confitería Benítez (se murió Benítez, claro) fue una especie de puesto de chucherías hasta antes de ayer: hoy es una inmobiliaria que advierte, sin que nadie se de cuenta, que ya hay buitres esperando para cuando desaparezcan del barrio las últimas viudas de aquellos hombres que no compraron sus casas hasta poco antes de morirse (porque las casas, hasta hace muy poco, fueron de Astilleros).
Un día nos borraron la vía del tren y ahora si te asomas a los balcones ves una avenida veloz y unos jardines hermosos que durarán hasta que la gente decida que es divertido romper las cosas. No hay sitio para aparcar en todo el barrio. Una nueva generación de vecinos me mira con extrañeza cuando cruzo el patio de mi casa o intento abrir con mi llave la cancela de hierro que montaron mal cuando yo me fui. He olvidado los casi nueve años, de los treinta y uno que viví aquí, que pasé caminando cada mañana hacia el cole, al fondo de la calle, como si no hubieran existido o los hubiera imaginado sin ponerlos por escrito (he olvidado, creo, todos los años ochenta).
Hay niños nuevos que ya no juegan al fútbol aunque todos llevan la camiseta amarilla, y adolescentes ombligueras que no se parecen a sus madres, o al menos a las madres que habrían sido sus madres si las niñas de mis pandillas se hubieran quedado aquí.
Hoy las viudas siguen soñando en el dinero que ganarán sus hijos (esos que ya no vivimos en el barrio) cuando ellas ya no estén y puedan vender la casa donde nos parieron, donde hemos vivido toda nuestra vida, esa vida que ya ni siquiera recordamos.
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