De soltero, odiaba levantarme por la parte de la cama donde no había dejado las zapatillas la noche anterior.
Sigo arrancándome de vez en cuando los pelillos de la barba.
Nunca me corto las uñas en viernes, ni como si hay una tijera abierta y olvidada sobre la mesa.
La salsa de tomate me sienta como un tiro.
La cocacola me sienta como una puñalada.
Me gusta oler el café, pero no lo pruebo ya.
Cuando paso por la cocina por la mañana para prepararme el desayuno, dejo todos los cajones abiertos. O voy despistado, o soy peor que el niño de El sexto sentido.
Soy alérgico al papel viejo (o sea, un incordio para los que nos gusta leer).
Cuando estoy durmiendo, sé que me doy la vuelta en la cama como las tortillas a la francesa: ale hop.
No me como las uñas ni me las corto demasiado desde que descubrí que la ley de Murphy de cortarte las uñas es que luego te hacen falta para cualquier cosa.
Odio cepillarme los zapatos: me gusta que se sepa que vengo de alguna parte.
Cruzo la calle por donde debería haber un paso de peatones pero no lo hay: seguro que cuando me atropellen ponen uno. Todo por la patria.
Siempre me quiero poner la camisa o el pantalón que no están planchados.
Suelo saber la hora que es con una exactitud casi milisegúndica. Pero no puedo tener el reloj puesto en casa.
Odio los spaghetti bolognesa desde que los vomité una vez (una experiencia aterradora y nada aconsejable). Desde entonces, los tomo al ajillo con gambas o a la vongole.
Prefiero el menú largo y estrecho gaditano al cuchareo.
Empieza a darme jindoi conducir, sobre todo ahora que llega el verano.
Tengo la mesilla de noche repleta de libros que he ido leyendo, me han ido aburriendo, he ido amontonando.
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