Está Cádiz de Feria del Libro. Dedicada a Juan Ramón Jiménez, por cierto. El pregón lo hizo aquí nuestro hermano Juanjo Téllez. Una delicia que repasa sus amores literarios, que son nuestros amores, y las muchas gentes interesantes que ha conocido en su vida, que son nuestras envidias. Cuentan quienes estuvieron allí que Teye estuvo brillante, como brillante es, y me imagino con una sonrisa la carita de allí la señora alcaldesa mientras él hacía alarde de republicanismo y, sobre todo, de cultura y de hombre bueno, y todo sin dejar de tirar con bala cuando se tercia y sin olvidar nunca la sonrisa en los labios. Dice Juanjo que vale, que publique aquí el texto (en exclusiva, por cierto), pero que voy a aburrir a las ovejas. Es posible, teniendo en cuenta que las ovejas no saben leer. Pero aquí tienen ustedes un documento de primera, por un escritor de primera, y sus reflexiones sobre literatura tendrían que estar no ya en la cabeza de todos los escritores, sino hasta en los manuales más simples de la cosa. Ladies and Gentlemen, el Teye, pregonero de la Feria del Libro de Cádiz del año de nuestra desgracia de 2006, y restando:



Llamadme Ismael. Yo también quise ser de mayor David Copperfield y emerger junto al Nautilus en alguna cala de La Isla Misteriosa. Hace mucho, cuando mi memoria ya se nubla, yo también esperaba la temible mota negra que tal vez me llevase a la isla del tesoro entre bucaneros borrachos que cantaban doce hombres en el ataúd del muerto, ooooh, la botella de ron.

La primera noción de solidaridad que aprendí fue la de uno para todos y todos para uno. Yo supe ya entonces que lo que ahora conocemos como el cuarto mundo llevaba el santo y seña de Oliver Twist y que la primera utopía que mereciera tal nombre se llamaba Moby Dick y todavía la persigo a bordo del Peqod, el barco arponero de las causas perdidas.

Esas y otras historias aguardaban bajo las tapas ocres de la colección Bruguera, en aquellos libros ilustrados con viñetas de cómic, a cuya grupa yo y otros muchos cabalgamos con Old Shatterhand y Winnetou, mucho antes de saber que Karl May y el Tintín de Hergé estaban a diez minutos de ser nazis o colaboracionistas del Tercer Reich. O nos embarcamos bajo las velas de Sandokan, sin darnos por enterados que Salgari no sólo no conoció nunca el Indico o el Mar de la China sino que, simplemente, jamás salió de Italia. Mucho antes de que los dibujos animados le bautizaran como Willy, yo acompañé a Phineas Fogg alrededor del mundo y comprendí de un golpe su complejidad, su belleza y la extraña dimensión de los husos horarios.

Aquí donde me ven

Aquí, donde me ven, yo tocaba el piano junto al capitán Nemo bajo las profundidades de la mar océana. Y Charles Dickens me dijo que podíamos vivir en el mejor de los tiempos o en el peor de los tiempos en el mismo instante.

Pero antes, mucho antes, la palabra escrita había sido un tebeo de El Capitán Trueno o de El Jabato, aquellos héroes ideados en plena España de Franco y que lograron burlar la censura a pesar de que pasaban el tiempo deponiendo a tiranos y colocando en su sitio a consejos de ancianos que era lo más parecido que su guionista, el comunista Víctor Mora, podía encontrar con la Segunda República de la que ahora conmemoramos su septuagésimo quinto aniversario. Señá Ramona y Señó Juan, dos ancianos que venían huidos de la independencia de Marruecos y que siempre se negaron a venderme petardos en su carrillo de mano, me leían las peripecias de Trueno, de Crispín y Goliat y de aquella rubísima y casta Sigrid, a menudo tan fría como los hielos de Thule. Cada episodio finalizaba con una palabra terrible. “Continuará”. Y a lo peor no había dos reales para comprar el cuaderno apaisado de la semana siguiente en donde, en heroico blanco y negro, aquellos personajes medievales se anticipaban varios siglos a la llegada de Colón a América o combatían contra bravos samurais en un remoto Cypango que todavía no se llamaba Japón.

Yo asistía a sus peripecias con la misma fascinación que a los cuentos populares que los viejos musitaban en torno a la mesita camilla de un brasero con cisco, durante aquellos primeros, tenebrosos años, cuando aún no existía la televisión y la radio terminaba pronto, entre himnos terribles y marchas militares, valga la redundancia. En aquellos momentos, a veces bajo larguísimos apagones, el salón de la casa era invadido por garbancitos y cenicientas, caperucitas rojas o chistes del bizco Pardal. Yo aún no sabía que, al otro lado del Estrecho y tan sólo a once millas de distancia, otros ancianos, probablemente ciegos o tullidos pero certeros rapsodas, narraban otras historias, otras leyendas, en las mil y una noches de ese tiempo infinito al que nos gusta llamar civilización.

INTERVIENE PALOMA GARCÍA, QUE NARRA UN CUENTO

Los tebeos se hicieron cómics y el prefascista Guerrero del Antifaz dejó paso al pre-izquierdista Corsario de Hierro cuyo galeón se llamaba Human Rights, esto es, Derechos Humanos. Pero entre el sheriff King y el teniente Blueberry, entre Rip Kirby y Dan Defensor, había que imaginar, demasiado a menudo, el desenlace de aquellas audacias e intrigas dibujadas. Como había que suponer, con harta frecuencia, en mi infancia algecireña los diálogos de aquellas películas remotas que yo contemplaba en la pantalla del cine de verano Alegría, alejado a unos quinientos metros de mi casa pero cuyo viento de favor era el insólito poniente, por lo que el levante no dejaba oír cómo Humprey Bogart decía tócala otra vez, Sam, o Escarlata O’Hara gritaba sobre una colina de Tara: “Juro sobre esta tierra que nunca más pasaré hambre”.

Aquello era, también, literatura. Como lo era el ojos verdes, verdes como el trigo verde, el verde, verde, limón o el tu boca es mi salvación, tu boca es mi Dios me salve que las voces de Concha Piquer, Marifé de Triana o Enrique Montoya dejaban escapar de la misma radio de madera por la que Radio Gibraltar traía aquello de Yesterday, all my troubles seem so far away, the answer my friend is blowing in the wind o when I was a poor boy though my story seldom told, I squanred my resistence by a pocketful a mumbles, etcétera, etcétera. Desde la quinta avenida, a través de las ondas, una voz engolada nos regalaba a Ella Fitzgerald, a Jacques Brel y a Frank Sinatra. Después, años después, cuando esas mismas canciones, entreveradas de Elton John o de The Sweet, de Cream o del Smoke on the water de Deep Purple, llegaban a Cádiz desde la base de Rota, también sabría que no era preciso ser universitario para ser poeta. Lo demostraba el carnaval, que aún no era de nuevo carnaval, y en el que podían oírse trabalenguas albertianos que no había escrito Alberti:

Alfadeina, casquete, fondillo, tilín, coloquín, del pillín, cebollazo; compañeri, al ataqui, afilati el sable, Juanillo, que está doña Ineti esperando el repaso, canturreaba el cuarteto Don Juan Tenorio y los que fueron al velatorio, canturreaban El Peña y El Chimenea en el Cádiz de 1975.

Hambre nunca pasamos en casa. Tal vez, estrecheces. Y ello a pesar de que mi padre era albañil y ya por entonces aquel menester suponía un oficio con el que se podía salir adelante sin demasiada humillación ni carestía. Mi familia era campesina e iletrada pero siempre suelo decir que mi abuela analfabeta intentó transmitirme su excepcional sabiduría a propósito de las evoluciones meteorológicas, el formato de las nubes y las expectativas de cosechas.

Permítanme la confidencia de la memoria, pero el primer libro que entró oficialmente en aquellas cuatro paredes que había levantado mi padre reunía una colección de relatos y de artículos traducidos y sintetizados por Selecciones de Reader’s Digest, la versión literaria de los futuros Macdonalds gastronómicos pero en cuya redacción de Madrid, quién iba a decirlo, formarían filas gaditanos del empaque de Fernando Quiñones, Serafín Pro y Eduardo Tijeras, que habían llegado a Madrid procedente del Cádiz de “Platero”.

Platero era Juan Ramón Jiménez a cuya memoria por cierto se dedica esta Feria del Libro; Juan Ramón, aquel Juan Ramón estudiante en los Jesuitas de El Puerto de Santa María, el mismo colegio de San Luis Gonzaga de la mar cuyas puertas habría de cruzar años más tarde Rafael Alberti; aquel Alberti que recordaba como cuando el cansado de su nombre no quería recibir visitas, Zenobia Camprubí las atendía hasta que los invitados veían moverse un biombo tras el que se adivinaban las hechuras del futuro Premio Nobel. Platero era Juan Ramón Jiménez pero, aquí, en Cádiz-Cádiz era mucho más. Era la revista del mismo nombre que acuñaron algunos de los ya mentados con José Luis Tejada y con Pilar Paz Pasamar, musa juanramoniana en la distancia, remota jovencita que despertó la ensoñación sentimental del autor de “Espacio”, en una correspondencia de la que acaba de dar feliz cuenta Manuel Francisco Reina, en las páginas de “ABC”.

A aquellos jovencísimos escritores en ciernes se sumaría de tarde en tarde José Manuel Caballero Bonald, el señor de La Argónida, que convirtió en reino propio el horizonte de Doñana, en la barra de Sanlúcar donde aún cree oír, en noches de tormenta, el gemido de las cuadernas de los galeones hundidos en la desembocadura del Guadalquivir. Allí, el poeta, el narrador, el periodista, el sabio, aguarda el tercer naufragio de su vida, tras el que sufriera en Colombia y en este mismo río sin tiempo, amurado a babor del imaginario de aquellos tartesos a los que Chano Lobato atribuye la sagrada invención de la siesta. Allí, suele decirnos aún, espera que se cumpla la profecía de que quien sobrevive a tres naufragios, se convierte en inmortal. “Vivir para contarlo”, se titulaba la antología de sus poemas, que yo empecé a leer en la antigua biblioteca provincial, en los bajos de la Diputación. Vivir para vivirlo, me prometí entonces. Y sigo juramentándome en ello.

Con doce años, permítanme la gracia del recuerdo, amanecí en Cádiz a través de un istmo cargado de montículos de sal, desde aquella San Fernando deslumbradora en los versos de María Elena Walsh. Era el Cádiz de la Piconera que había ingeniado aquel Pemán cuyo parkinson distinguí entre los imposibles espectadores que asistieron a la función de “El labrador de más aire”, de un Miguel Hernández cargado de hoces y martillos, que se estrenó en Argantonio cuando aún coleaba la dictadura.

Aquí donde me ven


En aquella ciudad de mi adolescencia, Pemán era parte del paisaje, como el arco de La Rosa o las vigas que apuntalaban al barrio de Santa María, como las idas y venidas del Juan Sebastián Elcano, como los cañones de las esquinas recién salidos de una canción de Martínez Ares o como los jóvenes del coro de Santo Domingo, con sus becas blanquinegras cantando la Salve Marinera para un Antonio Machín vestido con traje de lentejuelas. Pemán era respetado y masivamente querido por sus paisanos, lo que resulta sumamente extraño para una ciudad que sólo tiene por poetas a los del carnaval, con quienes se congració definitivamente con La Viudita Naviera. Pemán era tanto que, a su muerte, se dice que El Beni de Cádiz se detuvo junto al Cojo Peroche ante la placa que colgarón sobre el viejo caserón de la Plaza de San Antonio: “Aquí vivió y murió don José María Pemán y Pemartín, etcétera, etcétera”.

Cojo –inquirió El Beni--, cuando yo me muera, ¿pondrán algún letrero en mi casa?
Si, Beni: Ze Vende.

El de mi adolescencia, era el Cádiz de la Cueva de María Moco, de las películas con subtítulos y del mercadillo del domingo trufado con libros supuestamente de Unamuno que escondían opúsculos de Lenin y novelas empapadas por la humedad que proponían misterios de Agatha Christie o de Georges Simenon. Alejo Carpentier le explicó a Alfonso Grosso durante una noche habanera por qué era barroca la literatura americana: “El imaginario cultural de la humanidad es europeo –me dijo que le había dicho--. Cuando Georges Simenon escribe llueve sobre París, el lector imagina a la lluvia empapando la tour Eiffel, las gárgolas de Notre Dame, los canales del Sena. Pero, ¿cómo, sin barroquismo, puede describirse una realidad tan cambiante y dan desconocida como la de América, desde Alaska a la Tierra del Fuego, cómo sin describir cada árbol, cada horizonte, cada ciudad, cada individuo? El barroco no es un estilo, es una necesidad.

En el Cádiz de aquellos años, los porteros manoseaban novelas de a duro de Marcial Lafuente Estefanía o aquellas de ciencia ficción que firmaba Alex Tower que quizá ocultaban el santo y seña de un bonancible pastelero llamado Angel Torres Quedasa, finalmente reconocido como uno de los grandes de la ciencia ficción española. Allí, descubrí una cierta noción de Andalucía a la que ignoro qué nombre ponerle. Ocurrió cuando José María Vaz de Soto defendía nuestra habla en el mastodóntico edificio de la Plaza de España: “Con total respeto –dijo--, a otras culturas de este país, yo creo que hay ciertas diferencias entre un pueblo capaz de entonar esa estremecedora siguiriya del siglo XVIII que dice

Cuando yo me muera,
Mira que te encargo
Que con las trenzas de tu pelo negro
Me amarren las manos

Y otro pueblo que simplemente canta: Las vacas del pueblo, ya se han escapao, riau-riau.

Allí, en Cádiz, recuerdo todavía el largo paseo hasta la calle San Francisco, durante una tarde de invierno en que quizá me escapara de aquel instituto Columela en donde aprendí el arte del boxeo juvenil y supe que existían Georges Brassens y Buero Vallejo. Detrás del mostrador de la librería La Marina, aguardaba un tipo parecido a Gepetto: “¿Me da el número chiquicientos de Alianza Editorial?”

- ¿Los poemas y canciones de Bertolt Brecht? –repuso--. Están agotados, niño, vuelve el mes que viene.

No, no fue al mes siguiente, pero quizá fue aquel mismo año o en todo caso, poco después, cuando descubrí que existía Fernando Quiñones.

INTERVIENE CARMEN JARA, CANTANDO A CAPELA UNA COPLA DE QUIÑONES

Aquí donde me ven

Fernando Quiñones era inmenso como el bulto aquel que era el flamenco en su relato “El testigo”. Como el mar, que siempre es el mismo aunque cambie de nombre. Como su intuición total de patria profunda, cuando llegaba a decir que el buen andaluz lo era de todos los lugares de Andalucía, que él recorrió a porfía, desde Fuentevaqueros, en Granada, cuando anduve con él todos los ultramarinos a la busca de una lata de melva en pleno homenaje a García Lorca, o La Línea de la Concepción, cuyo pregón de feria impartió vestido con el uniforme sandinista que le regaló Daniel Ortega, o Córdoba, en donde una noche junto a Jesús Fernández Palacios, José Ramón Ripoll y Rafael de Cózar, nos topamos con Lolo Adrada, aquel poeta gaditano que tan sólo escribió un verso en su vida, a decir de Antonio Hernández y Javier Villán, sobre un enorme muro de Getafe. Se sabe que Lolo Adrada, por cierto, carecía de carné de identidad y que viajaba por la vida con una fotografía de prensa en la cartera, en la que se le veía al lado de Pemán: alguien que es amigo de Pemán no debe ser mala persona, se supone que tenían que pensar los guardiaciviles cuando le pidieran la documentación.

Fernando también trató a Pemán y tampoco le parecía mala gente. Claro que cuando el Diario de Cádiz empezó a reproducir algunos de los artículos del autor de “Nieve, en Cádiz”, Quiñones lo lamentaría: “Cuando nos decían que Pemán era muy mal poeta o muy mal dramaturgo, a sus amigos siempre nos quedaba la posibilidad de decir: pero era muy buen articulista. Como sigan reeditando sus trabajos de prensa, la única opción que nos va a quedar es la de decir que era un gran orador”.

Conozco un puñado de anécdotas de Quiñones, pero esta noche no voy a contar ni una.
Debo confesar que él me enseñó a leer. Y no sólo sus magníficas Crónicas poéticas, a la manera de Archibald McLeish, aquellos relatos suyos elogiados por Borges, aquella heroica y majestuosa La Canción del Pirata o la Legionaria cuyas mil noches de Hortensia Romero no fueron dictadas por nadie sino por una vieja memoria que tal vez le llevara hasta el burdel de Pepa la Caballo, aquella meretriz que tenía dos tarifas distintas para el francés: con o sin. Con o sin dentadura postiza.

Para el escritor gaditano, la poesía era güisqui solo; el relato, güisqui con hielo y la novela, güisqui, con hielo y agua. Pero güisqui a fin de cuentas. Quiñones me enseñó a leer a Hemingway o a Ferlinghetti, a quienes traducía sin zorra idea del inglés. Quiñones me enseñó a leer el lenguaje de las artes plásticas, desde Antoni Tapies, Picasso o Miró, al gaditano Lorenzo Cherbuy o las cerámicas de Nadia Consolani, tan suya y tan nuestra. Quiñones me enseñó a leer en las secuencias de aquellas películas tan raras que traía hasta el Gran Teatro Falla o el Andalucía, en donde la libertad hablaba en lenguas extrañas y remotas. Quiñones me enseñó a leer las esquinas de la calle, el habla de los suyos y el ayayay del jondo, con un ánimo mestizo que él expresó de una forma rotunda y sin discusión posible: “El flamenco es como una ensaladilla rusa de la que los gitanos son la mayonesa”. Quiñones, sobre todo, me enseñó a leer en los mapamundi: “He recorrido el mundo varias veces –me confesaba una noche, casi al final de sus días, en el Café de Levante--. He vivido lo que cualquier otra persona viviría en seis vidas. Así que no me quejo”.

La Legionaria de Quiñones subió a escena con Ramón Rivero y el Teatro del Mentidero, que siempre está cumpliendo aniversarios. Aún me parece oír a ese enorme actor de padres sordomudos, declamar luego quizá al oído de Aurora de Albornoz que fumaba en boquilla y bebía Parfait Amour, aquellos versos del poema Espacio de Juan Ramón:

“No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye! Y la sombra que viene llena el punto redondo que ahora pone el sol sobre la tierra, como un agua su fuente, el contorno en penumbra alrededor; después, todos los círculos que llegan hasta el límite redondo de la esfera del mundo, y siguen, siguen. Yo te oí, perro, siempre, desde mi infancia, igual que ahora; tú no cambias en ningún sitio, eres igual a ti mismo, como yo. Noche igual, todo sería igual si lo quisiéramos, si serlo lo dejáramos. Y si dormimos. ¡Qué abandonada queda la otra realidad! Nosotros les comunicamos a las cosas nuestra inquietud de día, de noche nuestra paz. ¿Cuándo, cómo duermen los árboles? “Cuando los deja el viento dormir”, dijo la brisa. Y cómo nos precede, brisa inquieta y gris, el perro fiel cuando vamos a ir de madrugada adonde sea, alegres o pesados; él lo hace todo, triste o contento, antes que nosotros. Yo puedo acariciar como yo quiera a un perro, un animal cualquiera, y nadie dice nada; pero a mis semejantes no; no está bien visto hacer lo que se quiera con ellos, si lo quieren como un perro. Vida animal, ¿hermosa vida? ¡Las marismas llenas de hermosos seres libres, que me esperan en un árbol, un agua o una nube, con su color, su forma, su canción, su jesto, su ojo, su comprensión hermosa, dispuestos para mí que los entiendo! El niño todavía me comprende, la mujer me quisiera comprender, el hombre…no, no quiero nada con el hombre, es estúpido, infiel, desconfiado; y cuando más adulador, científico. Cómo se burla la naturaleza del hombre, de quien no la comprende como es. Y todo debe ser o es echarse a dios y olvidarse de todo lo creado por dios, por sí, por lo que sea”.

Era en aquel Cádiz que había visto a Garratón, a José María Sánchez Casas, burlar a la censura con el grupo Quimera. Era sobre el mismo escenario en que Angel de Dueñas, el maestro de esa palabra muda que es el mimo, levantaba El Príncipe Constante con un Tito Muñoz que iba a ser publicitario o poeta. El Cádiz del Café Teatro Valle-Inclán, de Pedro Delgado, que terciaba del Jesucristo Superstar al Edipo ciego a las puertas de Tebas y a Jesús Morillo o a Miguel Angel Butler, rindiéndole homenaje a Marat y a Sade, según Peter Weir, o a Lindsay Camp, cuando Medea era Rita Hayworth cantando el Amado Mío. Un día, cuando volvió a nevar insólitamente en Cádiz, desde una de las aulas del viejo colegio de San Felipe junto al oratorio de la libertad, descubrí a Fernando Arrabal y su balada del tren fantasma, interpretada por Andrés Alcántara, Eduardo Valiente y Rafael Marín, con quien años antes me embarqué en un negocio llamado Jaramago.

Más allá de Quiñones y Pemán, el Cádiz de la transición había sido el grupo Marejada y la revista del mismo nombre, hermosa y sobria. Marejada fueron muchos pero fueron, sobre todo, los ya mentados Jesús Fernández Palacios, José Ramón Ripoll y Rafael de Cózar que con independencia de su espléndida obra personal, a veces, convocaban en su tertulia de Libros Cádiz unos juicios en los que se defendía o atacaba la obra de cualquier acusado que, de resultar culpable, merecía el oneroso título de peota en lugar del de poeta. Cuentan que Fernando de Benito, en una ocasión, tuvo que sentarse en el banquillo y llevó como testigo de la defensa a una japonesa que no sabía una palabra de español. Imaginen cuál fue, pues, su veredicto.

Creo que Cádiz no ha valorado suficientemente aquel piano de José Ramón Ripoll del que emergían palomas en homenaje a Julián Grimau. Ni aquel afán lector y divulgador, a más de creativo, de Jesús Fernández Palacios. Ni el instinto de vanguardia de Rafael de Cózar. Eran, ellos y aquellos compañeros de viaje como Fernando Samaniego o Pedro Rivera, una bocanada de aire fresco que no sólo recorrió el Cádiz de la Transición, sino que llega hasta hoy, entre Revistatlánticas y Campos de Agramante.
También ellos fueron los embajadores de ese perpetuo exiliado llamado Carlos Edmundo de Ory, al que Cádiz no ha tenido el valor ni el talento de atraerlo para que se quede a vivir junto a aquella Alameda en la que él escuchaba la música del mar desde la placenta materna. Un día le llevaron a la presentación del colectivo Jaramago, en la Plaza de España, y Ory salió bufando: “Es lo más frívolo y vacío que he visto en mi vida”, declaró al salir. Ni que decir tiene que, a partir de entonces, nos hicimos amigos para siempre.

Aquí donde me ven

Jaramago está cumpliendo treinta años, justamente ahora, aunque la efemérides haya sido justamente oscurecida por Juan Ramón Jiménez y por el feliz centenario en vida de Francisco Ayala. Jaramago no fue una revista en ciclostil o en imprenta. Ni siquiera una asamblea de jóvenes bohemios en las azoteas de la transición democrática, donde se oían las carcajadas contagiosas de Juan Andrés Mateo, el eterno acento madrileño de Fernando Santiago, versos de Baudelaire en la voz de José Angel González, canciones de Juan Mariscal, de Serafín Martínez y de Ana Forero, la complicidad de Ana Sánchez, de Dori Barrios y de Antonio Anasagasti o el silencio de Manuel Jesús Ruíz Torres quien, por entonces, era insólitamente carlista y, ayer como hoy, solía guardar silencio. Acido, pero silencioso. Terrateniente de un silencio a gritos, por supuesto, cuya máscara oculta una ironía destilada y lúcida, como la de su reciente novela “Fara”.

Rafael Marín, por su parte, era Han Solo frente a Darth Vader y jugaba a Peter Parker en los comicbooks de Marvel Comic Group mucho antes de que él crease con Carlos Pacheco la primera serie de superhéroes a la española, la Triada Vértice. En su primera novela, “Lágrimas de luz”, alentaba la historia de un juglar que recorría el universo pocos años antes de que Ronald Reagan creyera que la guerra de las galaxias consistía en que el imperio norteamericano contraatacase siempre por tierra, mar y aire, en un ataque de clones que habría de llevarnos desde Vietnam a las calles de Santiago de Chile, que terminamos pisando nuevamente cuando el ser humano transitó libre de Pinochet las grandes alamedas. O desde el Buenos Aires y Montevideo cargados de milicos, a la Nicaragua de la contra, el bloqueo de Cuba, el Golfo de Sirte, la miseria de Afganistán cuando el estúpido choque de civilizaciones o la bella horrible Bagdad, la de Ziryab El Pájaro Negro asesinado por la ambición o el fanatismo, la ciudad de las mil y una noches que casi nunca fueron de ensueño sino de pesadilla.

Cádiz siguió escribiendo, desde luego, en la prosa y en el verso de Felipe Benítez o en las canciones de Javier Ruibal. Entre los muros del antiguo colegio universitario, cabían los primeros versos de Mercedes Escolano, José Manuel Benítez Ariza o Rafael Ramírez Escoto, pero también la rabia kontrakutre de Eloy Gómez Rube, maldito a la antigua usanza, quizá maldito de sí mismo, pero maldito, felizmente maldito, en una ciudad atosigantemente a veces bendita, entre ojanas cotidianas y olor a incienso y a Corpus Christi. Cádiz abrió sus inexpugnables muros a la obra transeúnte de Luis J. Moreno, de José María Conget, del nómada Ilya Topper o de ese excepcional José María García López, que en prosa y en verso mantiene una dignidad cívica y crítica, que no sólo comparto sino que envidio. También Cádiz abrió la puerta al otro lado del mar, desde Abderrahman El Fathi al que Quórum Libros empezó a publicar poemas, o aquel ilustre cubano que sigue siendo Manuel Díaz Martínez y que ahora vive su destierro en Canarias. Hasta allí, le envié una vez dos libros que habían llegado a mis manos y que resultaron ser suyos. Me los trajeron dos amigas desde La Habana. Uno de ellos era la Antología Mayor, de Nicolás Guillén, en edición de Losada, de 1968, autografiada por su autor. Otro, el primer tomo de la obra poética completa de José Martí, en cuya página de respeto figuraba escrito a mano el nombre de Díaz Martínez y una fecha de los años 50. Me contestó pronto y me dio las gracias. Cuando su esposa y él dejaron la isla, eso me contó, encargaron a un ahijado que cuidara de su casa. En cambio, la convirtió en parada de jineteras y vendió su biblioteca al peso. Sin embargo, eso me contó, aquellos libros suyos iban sorprendentemente cayendo en manos de amigos y conocidos, que se los iban devolviendo desde las cuatro esquinas del mundo: “Con los tuyos –me explicó--, ya he recobrado dieciocho”.

Aquí donde me ven

Cádiz seguía siendo, no obstante, un personaje literario, por cuya geografía muy trimilenaria pero pobre como las ratas y los sordos de Astilleros iban surgiendo otras tribunas y revistas, como la nueva época de Caleta, de la mano de Alejandro Luque y José Manuel García Gil, cuyo hermano Luis también escribe aunque sepa con Joan Manuel Serrat y Joan Barril que amor no es literatura si no se puede escribir en la piel. Surgieron otras voces y otros ecos, desde Ana Rossetti a la historia revivida de Jesús Maeso y de Manuel Ramos, cuando Félix Bayón tan hipócritamente llorado hoy por algunos de quienes le temieron, todavía escuchaba a Chano Lobato cantar en su bautizo. Hay literatura, y de la buena, en la delgada línea roja que lleva de las crónicas a los relatos de Aída R. Agraso, en los recios reportajes de Oscar Lobato y en las gacetillas de Pepe Monforte, porque la literatura y el periodismo no son incompatibles, sino unos viejos amantes que intercambian desde hace mucho los fluidos de la libertad. ¿Hay algo tan literario y tan periodístico que pensar, con Antonio Burgos, que Napoleón no entró en Cádiz porque no estaba Juman para retratarlo? O el sucedido de aquel perro que en la Venta de la Palma y según José Luis Ortiz Nuevo, le llamaba ratero al bueno de Pericón. El ingenio es literario y Cádiz es el I+D de la picaresca, desde que Cervantes iba a la conquista de Túnez y a servir al duque en las almadrabas de Zahara.

Aquí, la literatura puede ser, por ejemplo, que unos cazatesoros cenen en el bar Terraza, a la sombra de la catedral y en busca de la carta esférica de Arturo Pérez Reverte. O que una inocente abuela desgrane una telaraña en la casa familiar y encantada de Félix J. Palma, por citar dos ejemplos antípodas de lo mismo. Esto es, la ilusión de la lectura, la pasión de lo imaginado.

Hoy, la ciudad sigue manteniendo un largo diálogo entre libros: los de Pilar Paz, aquella musa de Juan Ramón Jiménez que fue mucho más que una musa de Juan Ramón Jiménez, hablan en susurros con los de Carmen Moreno, entre una promoción poderosamente femenina, o Jesús Payán, mientras afloran los primeros versos del vejeriego Alfonso Sánchez, sin exceder los límites de este viejo rumbo por el que vagan los antiguos fantasmas de José Cadalso y de Fernán Caballero o los trasgos recientes de Ramón Solís y Luis Berenguer, al otro extremo de La Isla, en donde Enrique Montiel asiste ahora mismo a una representación de La Traviatta.

Juan Bonilla aseguraba que hay dos maneras de darle la vuelta al mundo. Una de ellas es hacerlo. La otra, simplemente, darse la vuelta. Hay dos maneras de enfrentarse al mundo. Una es vivirlo. Otra, leerlo. Y, en esto, claramente, es posible la doble militancia. He leído poemas que he vivido, incluso me casé con un par de ellos y siempre me ayudaron a ser vencido pero sin rendirme. La poesía era la patria de la belleza y el ensayo, la plaza pública donde las palabras podían perfectamente ser cargadas por el diablo. Nunca hubo un verso intrínsecamente perverso, pero cuántas ideas provocaron matanzas o las justificaron. Si yo fuera el Pepe Carvalho del llorado Vázquez Montalbán tal ver arrojaría al fuego de los siglos un viejo ejemplar de “El Príncipe”, de Maquiavelo y otro del “Meim Kampf” de Adolf Hitler, pero me pregunto qué hacer cuando sostengo entre las manos esa Furia y El Viento de Oriana Fallaci en cuyas páginas describe con ira y con desprecio a los desposeídos de buena parte del tercer mundo, que cumplen con la vieja ecuación de Federico García Lorca, que se sentía en cambio partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega. No sé si la rabia injusta de esa maestra de periodista debía quemarse o, sencillamente, buscar el consuelo de un amigo que apaciguara el dolor de su corazón enloquecido que hace años inspiraba la búsqueda de la libertad y hoy arma de razones y sinrazones los bates de béisbol de los neonazis y el huevo de la serpiente que crece en esa Europa aislada en su confortable jaula de oro ante la que, de nuevo, acampan los bárbaros que huyen de un infierno llamado Tercer Mundo.

Quizá, finalmente, la novela sea algo más que ese caudal inmenso de ficción y peripecias que no sólo entretiene de ese barrunto a menudo monótono al que llamamos vida cotidiana, sino que plantea dudas, preguntas y emociones, aunque no llegue a hacerlo explícitamente, aunque sea un dardo dirigido al corazón o a la memoria, un tumulto de palabras que construyen historias y personas como si fueran dioses de papel, voces perdidas tal vez en el inconsciente colectivo. Todas las novelas empezaron alrededor del fuego, en la noche de los tiempos, cuando hacía falta fabular bisontes para cazarlos o los rapsodas ciegos recorrían las costas del Egeo refiriendo no se qué cosas de una ciudad maldita llamada Troya y de un marinero errante cuyo nombre era Odiseo pero Itaca no era su patria sino su utopía.

La novela es algo más, o debería serlo, o quizá no lo sea del todo, que un caudal de sucedidos, reflexiones y diálogos. Esto es, también supone una bandera estética incluso cuando no quiere suponerlo. La novela es un estilo pero, sobre todo, la novela es un diálogo con el lector y una conversación lenta y pausada a través de los siglos. O acaso, por ejemplo y a tenor de centenarios y otras efemérides, ¿no podemos apreciar la idea del realismo mágico que elevó a los altares de la memoria Gabriel García Márquez con sus Cien Agnos de Soledad, en las páginas ilustres y remotas del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha? Entre las revoluciones perdidas de Aureliano Buendía y la estampa derrotada pero heroica de Alonso Quijano no entiendo que concurran desmedidas diferencias. Como tampoco ocurre en el episodio de los molinos y de los odres de vino, que en mi magín se solapa con la imagen de un barco perdido en un lugar ignoto de Macondo, a mucho de la costa.

Quiero decir que no hay nada nuevo bajo el sol, ni nada viejo. Que, en gran medida y como propone Alvaro Mutis, no hay noticias interesantes desde la toma de Constantinopla por los turcos. Los libros se venden más que nunca, aunque uno tema que ocurra como aquellos libros de madera que se compraban a juego con el mueble bar. A los escritores, por lo común, ya no se les persigue, salvo que vivan y trabajen en uno de esos países en los que la palabra democracia esté mal vista o sea del exclusivo monopolio del poder. Los libros sobreviven a las videoconsolas y la literatura no sólo fluye a través de los ordenadores, de los cuadros, de la danza y del teatro, del cine o la televisión. La literatura no sólo viaja en forma de canciones o de videoclip sino también sobre ese extraño artefacto al que llamamos papel y que sabemos que arde a 451 grados Fahrenheit. La literatura resiste en forma de literatura, en forma de palabra, ese artilugio mágico que sirve para que las leamos y al leerlas, pensemos. Y al pensar, decidamos si merece la pena actuar o ver los toros desde la barrera.

Aquí donde me ven
Pero la literatura ya no sólo es un templo sagrado sino que forma parte del espectáculo contemporáneo. Aquí y ahora, persiste una literatura similar a la comida rápida, un deje de ser idiota en quince días o como me follé al tercio de La Legión incluyendo a la cabra. Los escritores pasan a velocidad ultrasónica del plató de Sánchez Dragó o de Javier Rioyo al de Tómbola o Salsa Rosa. Si hace un siglo, a alguien se le descubría que un negro le escribía sus novelas, había duelo al amanecer o pistoletazo sobre las sienes. En los tiempos que corren, lo único que puede ocurrir es que si es presentadora de televisión, le suba exponencialmente la audiencia. Los premios se amañan hasta el punto de que los finalistas comparecen en la rueda de prensa de la gala literaria de turno con las primeras pruebas de su novela convenientemente corregidas. Y a pesar de eso, a pesar de lo plomizo de los suplementos literarios, de la crítica manifiestamente criticable y de lo enormemente pejigueras que somos los lectores, se sigue escribiendo. Y lo que resulta asombroso: se escribe bien. Yo no diría mejor que nunca pero, al menos, con los conocimientos con los que contamos, con la técnica acumulada, con el instinto que se nos supone como el valor al soldado, resulta poco menos que imposible escribir mal. Así que a menudo el problema no estriba en cómo escribir sino en qué es lo que queremos escribir, qué mundo vale la pena reflejar, qué parte de la vida o de sus visiones merece el honor de dejarla impresa sobre el folio.

Hace mucho, asistí en Chaminade a la presentación de las obras completas de un tipo cuyo nombre no recuerdo. Ante un enorme tomo tendido sobre la mesa, disertó durante cuarenta y cinco minutos sobre aquellas obras completa. Al final, se detuvo y dijo: en este libro, advierto, no están mis obras completas, sino las de toda la humanidad. Entonces, lo abrió, metió su mano y cogió un puñado de letras que esparció por la sala.

- Recojan esas letras –ordenó--, y escriban ahora las obras completas de la literatura universal.

Yo no voy a hacer lo mismo, hoy. Simplemente, les invito a que lean lo que puedan, aunque sólo sea porque la lectura es un mecanismo que nos aleja de ese siniestro alzheimer que nos hace olvidarnos de la inteligencia y que a fin de cuentas no es más que uno de los síntomas de la belleza. Lean, oigan, sueñen, huelan, vean. Vivan. A veces, la mayoría de las veces, la literatura no consiste en palabras sino en emociones. Quizás, las mismas que floten sobre los aires difíciles de este confín, mientras suena esa enorme enciclopedia de la vida a la que llamamos jazz y que a menudo ni siquiera necesita usar palabras para leer las páginas de nuestro propio corazón.

PEDRO CORTEJOSA TOCA EL SAXO DESDE EL FINAL DE LA SALA




JUAN JOSÉ TELLEZ RUBIO
PREGÓN DE LA FERIA DEL LIBRO
CADIZ, 5 DE MAYO DE 2006

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Comentarios

1
De: RM Fecha: 2006-05-07 19:06

Teye, que siempre fue un joven precoz, quiere ser también un abuelete precoz: Jaramago (nuestra revista-o-lo-que-fuera) no cumple treinta años hasta el año que viene.



2
De: Jesús Cuadrado Fecha: 2006-05-08 10:48

Qué bueno...

Todo.
--



3
De: Virdi Fecha: 2006-05-08 11:50

Suerte teneis "los de la capital", la feria del libro en Algeciras y en La Línea son un mal chiste, creo que la mitad del material son cuadernos de "pinta y colorea" y la mitad de las actividades son guiñoles. Y nada de tia Norica, los Lunnis. En fin...



4
De: AMS Fecha: 2006-05-08 14:03

Que lujo de pregón.
Es bueno, pero güeni, güeni



5
De: Diego Fecha: 2006-05-08 14:39

¿Hasta cuándo dura la Feria del Libro?



6
De: jose antonio Fecha: 2006-05-08 19:10

ole, ole y ole



7
De: RM Fecha: 2006-05-08 20:45

Del 5 al 14 de mayo



8
De: Alfred Fecha: 2006-05-09 19:46

¿Pregonero de la Feria del Libro?

Aquí ya no sabemos lo que inventar, joe.

Que no digo que el texto no esté de rechupete (ahora mismo no ando con tiempo suficiente para leerlo; me lo reservo para cuando lo tenga), pero es que el cargo suena a pitorreo, vaya.

Un saludo.



9
De: Alfred Fecha: 2006-05-09 19:48

No obstante... y ya puestos... ¿dónde se encuentra ubicada este año la susodicha feria?

A ver si este fin de semana puedo sacar un rato para acercarme.

Un saludo.



10
De: RM Fecha: 2006-05-09 19:51

Donde siempre: en el baluarte de candelaria.

La figura del pregonero existe desde hace mucho tiempo. Por lo menos este año es un tío de confianza.



11
De: FREDDY VALDIVIA Fecha: 2008-08-15 00:06

QUE MARAVILLA DE PREGONEO