Hay actores que lo llevan crudo, igual que hay cantantes que, a base de vender tablas gimnásticas, están cavando ya hoy su fosa comercial para el futuro, cuando no sean capaces de dar dos pasitos palante, María. Harrison Ford, lo hemos comentado alguna vez, lleva más de diez años intentando levantar cabeza. Y no se aclara el hombre. No quiso ser Sam Neill en Jurassic Park, se empeñó en hacernos creer que daba el pego como médico en El Fugitivo, hizo de Dustin Hoffman guaperas en aquello infumable de Henry adrede, le quitó el novio de la CIA al guaperas peludo del Baldwin con lo del fachoso agente Ryan, se enzarzó en el remake más desafortunado del mundo mundial con Sabrina creyéndose que era Bogart (cuando en la peli original el personaje solterón tenía que haberlo hecho Cary Grant); insistió con Bogart en aquello de la reina de Africa pero en avión y la lesbo anoréxica, y ahora otra vez prueba suerte intentando hacer de Cary Grant en Sospecha. Pero no le sale al hombre. Lo malo es que cuando vuelva a hacer de Indiana Jones se le habrá pasado el arroz, me temo.
En el enfrentamiento escénico con Michelle Pffeiffer sale hasta mal parado, criaturita. Y todo, me temo, por meter baza en el guión. (Ahora empiezan los destripes, digo spoilers).
Robert Zemeckis, después del empacho de Oscars con Forrest Gump y habernos hecho cruda apología de la cienciología con aquello de Contact, tampoco ha estado ahora demasiado fino, el tío. Lo mismo es que, aprovechando el centenario de don Alfredo, ha comprado en DVD lo más selecto de su filmografía, porque en esta peli que ahora nos llega, Lo que la verdad esconde (título original What Lies Beneath, o sea, lo que está debajo) se hincha el tío a hacer "homenajes", desde La ventana indiscreta a Rebeca, pasando por Sospecha o Psicosis (Ford hasta se llama Norman), sin olvidar alguna revisitación al telefilm telecinquero de sobremesa o algún guiño perfectamente evitable a El silencio de los corderos o El resplandor. La máxima originalidad de la historia es sustituir la ducha de marras por una bañera.
Zemeckis aprovecha un recurso típico de la ciencia ficción (o un guión más bien mediocre) para ir explicando cosas sobre la marcha. Como resultado, acaba sacándose detalles y coincidencias de la manga. Insiste en dotar de tensión a los menores detalles gestuales (ahora abro la puerta, tachaaan, ahora me rasco la nariz, tachaaan, ahora voy a cortar el pan, tachaatachaaaan), por lo que los veinte primeros minutos de película, cuando aún no ha pasado nada, resultan verdaderamente cargantes. Poco a poco, nos enteramos que el personaje de la sufrida esposa que interpreta la Pfeiffer sufre una crisis de ansiedad, y lo mismo eso justifica algo el lentísimo ritmo narrativo de la primera mitad de la película y las ganas de ver sustito al uso en cualquier situación, por insignificante que sea.
La película va a la deriva todo el tiempo, buscando un argumento que contar. Pero no lo encuentra. Despistando al espectador, y consumiendo metraje, Pfeiffer se convierte en James Stewart y sospecha que su vecino ha apiolado a su esposa. Un par de detalles pseudo-fantasmales cuelan de rondón, por si acaso, mesa-ouija de todo a cien incluida. Y, cuando resulta que la esposa está viva y bien y viviendo en Long Island, zas, la película toma otro derrotero, se enzarza en la búsqueda de una estudiante desaparecida, y a lo tonto a lo tonto el guión, ya flojillo, se va a hacer aguas cuando resulta que, claro, el malo malísimo era ese señor que intenta por todos los medios encontrar un papel que nos convenza de que tiene más registros interpretativos que Laurence Olivier.
Y, me temo, ahí está el error, y hasta se me antoja que la culpa del fiasco en que acaba convirtiéndose la película la tiene Harrison Ford. Porque la parte central de la historia es aceptable, y cuando la Pfeiffer se va proyectando poco a poco en la personalidad de la rubia de los ojos verdes llega hasta hacerse interesante: la escena de la seducción-violación de Ford en la mesa del despacho, como a un Toni Cantó cualquiera, los cambios de voz de la actriz, la amnesia que pesa sobre ella, el momento en que se ve a sí misma reflejada en el pasado de un espejo parecen apuntar a que, en efecto, la primera intención de la historia es contar que, en algún momento, ha sido ella misma la asesina de la amante de su esposo, y que el accidente inmediatamente posterior al asesinato y el bloqueo mental del horror de lo que ha hecho la llevan a imaginar las apariciones espectrales tras la falsa proyección del asesinato de la vecina y luego a buscar una forma de expiar su culpa. Sin esta explicación, la película es doblemente estúpida, doblemente vacía, porque para esas alforjas no necesitábamos ni la ansiedad, ni la amnesia, ni la vecina desaparecida ni el accidente ni nada de nada.
Claro que, entonces, el personaje de Harrison Ford sería un secundario muy secundario, porque todo estaría dentro de la cabeza de la Pfeiffer, y su intervención se reduciría a veinte minutos escasos. No sé yo qué hubiera sido mejor. Ford no convence ni como médico especialista en ARN ni como seductor de universitarias, ni mucho menos como asesino más o menos psicópata. La peli trata de soltar mucha madeja y no se preocupa de aprovechar todos los cabos sueltos, de ahí las ideas sobre fantasmas que Ford parece plantar en la mente de su esposa en una cena casual, o la innecesaria línea de diálogo al final donde parece indicarse que la hija de su esposa será su próximo objetivo sexual. Lo malo de este tipo de películas de susto y sospechoso es que hemos llegado al punto en que nada importa: se reparten las cartas, se ponen las bases de medio centenar de posibles argumentos y luego, ay, se aprovecha el más tópico de todos, el más visto. Desde aquello de Twin Peaks da lo mismo la lógica de la historia, porque pueden sacarse explicaciones y culpables a (dis)gusto del consumidor... No se trata de contar, sino de marear la perdiz y ganar unas pelas.
Los inevitables minutos finales recuerdan los tebeos de terror de la Warren, incluido el fantasma submarino (que ya es casualidad caerle encima, ¿eh?). Lo mejor, el recital no de gestos, sino de rostros distintos que Michelle Pfeiffer nos ofrece, comiéndose vivo al limitado Ford. Aunque demasiado delgada y algo madurita ya, su interpretación (¿interpretaciones?) es lo único que merece la pena de un pastiche de historias que todos hemos visto una y mil veces... y que además no nos han importado un rábano nunca.
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