Han llamado dos veces a la puerta de mi buzón electrónico con la propuesta (que me descoloca) de que convierta en narración (cuento o novela, no queda claro), algo que alguien ha escrito como guión cinematográfico, una idea o ideas en las que el autor cree a pies juntillas y está convencido de que, convertido en libro, lo sacarían de pobre y se convertiría en un best-seller. Les confieso que no tengo muy claro si hay cachondeo implícito o si de verdad el desconocido proponente está así de convencido de las bellas cualidades de lo que ha escrito, porque aunque reconoce que lo suyo no es escribir (o, al menos, escribir narrativa) sí cree que sus guiones (suponiendo que se ajusten al canon de como se escriben los guiones cinematográficos, que esa es otra) le dan mil vueltas a todo lo que el hombre ha visto y leído en su vida. Confianza en uno mismo que, lo reconozco, me llena de envidia y desconcierto.
Naturalmente, como Merceditas la del guardarropa del tablao del Lacio, le he dicho dos veces que nones, e imagino que me he ganado el cabreo y hasta la enemistad perpetua del muchacho. Pero, claro, uno ya tiene bastante con ir posponiendo día tras día las cinco o seis o siete novelas que tiene previstas ir escribiendo para los próximos años, si es que dura, y es consciente de que esto de escribir es una cosa personal e instransferible que se suda como se suda la camiseta en un partido de final de Copa. Lo que es mío es mío, y lo mío me cuesta, y para mí (o para mi disco duro) queda.
No tengo elementos para poner en duda que esos guiones que tan amablemente se me ofrecen para co-escribir o co-firmar como novela puedan ser la cuadratura del círculo, algo que venga a salvar al cine español o a la cuenta corriente de quien los pergueña (suponiendo, siempre, que antes consigamos cambiar pero muy a fondo este país), pero en cualquier caso no son mis historias y uno es demasiado perro viejo en este oficio de perros para comprender que la realidad es de una manera y los sueños otra muy distinta.
Porque, verán, un buen argumento no implica necesariamente ni una buena película ni una buena novela. Están las escenas, están los diálogos, están los personajes, está el mensaje, está la música. Está, en suma, eso que es tan difícil de conseguir: la literatura. Una cosa es soñar una historia y otra muy distinta, pero que muy distinta, escribirla, e irte encontrando a cada párrafo con un problema nuevo que demanda casi siempre una solución distinta, personajes que se te escapan de las manos, diálogos que tienen que parecer naturales, la inevitable economía narrativa, evitar los topicazos, intentar en todo momento que eso que escribes refleje lo que llevas dentro por la muy dificilísima estrategia de intentar que no se parezca a lo que nadie más escriba.
Escribir no es fácil, no. Ni novelas, ni relatos, ni guiones de televisión, de cine, o de historieta. Una cosa, insisto, es lo que uno puede tener en la cabeza a la hora de ponerse manos a las teclas y otra cosa muy diferente cómo la masa de palabras va adquiriendo una hechura distinta a lo largo del proceso. Un par de ejemplos: al principio pensé en contar Lágrimas de luz en capítulos alternos, presente y pasado, pero ya en el segundo capítulo me di cuenta de que el prólogo era el final de la historia; nunca he pensado en qué podría haberle sucedido a Hamlet Evans más allá de ese capítulo final. No fue hasta tener casi terminado Detective sin licencia cuando me di cuenta de que, pese a que sonaba el habla gaditana en todos sus párrafos, no había diálogo en ningún momento (una estructura literaria que respeté escrupulosamente en la segunda novela, aún inédita --¿hay algún editor leyendo, oigan?-- y que tendrá que ser marca de la casa cuando me ponga a redactar la tercera). Tengo abandonada por ahí una novela después de treinta páginas que me siguen pareciendo de lo más divertido que he escrito... por la sencilla razón de que no sé cómo encajar lo que tengo pensado que vaya ocurriendo con la manera en que tiene que pasar lo que pasa.
No se trata de miedo escénico, aunque algo de eso puede haber y no lo niego ni lo negaré nunca. Pero uno ya sabe que las obras maestras, si es que existen, sólo se catalogan así cuando uno les pone el punto final y se desinfla como un globo y deja que lo invada ese maravilloso sentimiento que es la catarsis. No antes. Hay demasiados imponderables por el camino, demasiada poca visión desde dentro del bosque para ver el árbol, demasiado respeto por lo que uno puede estar escribiendo mientras escribe lo que escribe y, sobre todo, por lo que han escrito los otros que han escrito sus cosas mientras yo quería escribir algo parecido o diferente a lo que ellos escribían.
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