En alguna que otra ocasión, les había comentado que Toy Story era La Guerra de las Galaxias del moderno cine de animación por ordenador. Si están ustedes de acuerdo con esa apreciación mía, entonces también tendrán que estarlo si les digo que este nuevo Toy Story 2 es El Imperio Contraataca del nuevo género. Y en más de un sentido.
Cinco años después de su primera entrega, los juguetes animados de John Lasseter vuelven a la carga, y lo hacen con una aventura que, aunque pueda y deba tener algún punto en contacto con su primera andadura, la supera ampliamente. El número de efectos visuales conseguidos es desbordante: todo parece tan natural que casi uno se olvida que está viendo lucecitas animadas y no personas reales. Y la historia se llena de matices que redondean y amplían esa reflexión casi metafísica que de vez en cuando aborda y desborda a los felices juguetes que acompañan al pequeño Andy.
Si el eje central de Toy Story Uno era cómo el juguete Woody (doblado -¿o interpretado?- en V.O. por Tom Hanks) veía cómo la aparición de un impresionante muñeco high-tech lo desplazaba del cariño de su amo humano, y cómo ese nuevo muñeco (Buzz Lightyear, también doblado -o interpretado- en V.O. por Tim Allen) tenía que aprender a convivir con la cruda realidad de su existencia, es decir, a aceptar que no era más que un muñeco y que sus recuerdos habían sido implantados, en una pirueta narrativa a caballo entre Pirandello y Dick, la nueva aventura llevará a los personajes un paso más allá. En su segunda salida de la confortable casa de Andy, los muñecos se enfrentarán a la idea de la muerte.
Porque la muerte, y no otra cosa, es la campana de alarma que hace a los muñecos ocultarse bajo las camas y detrás de los libros cuando la madre de Andy hace una razzia por el cuarto y trata de vender en un mercadillo de patio los juguetes viejos, y la muerte, el olvido de la muerte, es lo que descubre Woody que le espera en cuanto Andy crezca pasado mañana.
Los diálogos siguen estando llenos de ironía y chispa, los hallazgos visuales que los muñecos proporcionan (ese Señor Patata pisando el chicle, las Barbies como descerebradas californianas de fiesta continua) siguen siendo de primera línea, y la película pasa sin transición de momentos llenos de humor a otros donde rebosa la melancolía... melancolía de los muñecos y por los muñecos. Melancolía por el paso del tiempo y la infancia perdida. A ese respecto, es impresionante y bellísimo el flashback donde la nueva muñeca Jessie informa a un cariacontecido Woody de su pasado como acompañante de una niña, Emily, y cómo sin decir nada la imagen va mostrando el correr del tiempo a través de los lápices labiales, los posters de conjuntos musicales en las paredes, los zapatos que pasan junto a la cama. Todos hemos sido o seremos Emily. Y todos hemos tenido o tendremos un muñeco como Jessie, o como Woody, o como Buzz.
Tienen más vida estos juguetes que muchos personajes reales del cine más reciente. La traumatizada Jessie, deseosa de ir a un museo japonés por no soportar más la oscuridad de una caja. El inmovilizado Oloroso Pete, un muñeco que jamás ha salido de su embalaje y se conserva como antaño... y que luego descubriremos está frustrado porque, precisamente por ser como es, jamás ha caído en manos de ningún niño. El propio Woody que descubre su pasado (o el pasado de su molde) como rutilante estrella de la televisión en blanco y negro en los años cincuenta, hasta que la llegada del Sputnik interrumpiera su programa y su vida comercial. Y hasta Buzz Lightyear tendrá que enfrentarse a otra versión modificada y mejorada de sí mismo, una versión que, como él anteriormente, no será consciente de que es un muñeco y tendrá que enfrentarse al temible Emperador Zorg... enfrentamiento que proporcionará uno de los chistes más memorables de la película (sí, exactamente, ya les decía que esto es El Imperio Contraataca del año 2000). Las alusiones a Star Wars, Indiana Jones, Star Trek, 2001 y hasta Jurassic Park son una gozada. Y es que ésta no es una película para niños... No se pierdan las tomas falsas, que parecen destinadas a convertirse en marca de la casa.
Si en Toy Story Uno teníamos al niño heavy-metal torturador de muñecos, ahora es un freakie que a todos nosotros nos suena demasiado cerca, un especulador de muñecos sudoroso y maloliente, reflejo de una sociedad que, tanto en el campo de los juguetes como en el de los tebeos, por ejemplo, ha derivado en la especulación y el coleccionismo per se en vez de dar a los productos la funcionalidad pretendida originalmente. El diseño de producción es tan extraordinario que los juguetes que colecciona Al no sólo rebosan un claro aire años cincuenta... sino que hasta parece que han sido nuestros. ¿O no es cierto que, entornando un poco los ojos, esos personajes del Woody Roundup (sobre todo el caballo Perdigón; Bullseye en V.O.) son igualitos que las marionetas de Herta Frankel de quienes ya peinamos alguna cana?
Parecía imposible superar la ternura, la originalidad, la chispa de Toy Story Uno. Pero aquí lo han cumplido con creces. Y hasta un personaje al que nunca hemos visto bien se nos aparece bajo un nuevo prisma: porque está claro que Woody es el fiel compañero de Andy porque el padre de Andy, algún día, en los años cincuenta, tuvo otro muñeco de trapo igualito que este Woody, un muñeco que cantaba "Hay un amigo en ti" y tenía una serpiente dentro de la bota.
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