Fue nuestra particular muerte de Kennedy. Nuestro 11-S antes del 11-S, la pesadilla del 11-M mucho antes del 11-M. La fecha que hace que los que estábamos entonces recordemos dónde estábamos en el momento preciso. Hace veinticinco años, hoy. Y si hemos cambiado poco o mucho desde entonces es algo que tendrán que decidir desde el mañana, no desde el ahora mismo.
Era una sesión de investidura, si mal no recuerdo. A Calvo Sotelo, porque Suárez había dicho hasta aquí llego. Yo escuchaba los discursos por la radio, un lunes por la tarde; quizás ya había empezado a escribir Lágrimas de Luz, o me faltaba muy poco. A eso de las seis, imitando al maestro, bajé a comprar el umbralino pan (todavía no existían por aquí abajo ese horror de las baguettes), y cuando subí, y puse la radio, la sorpresa de encontrarme, en la emisora que estaba siguiendo (quizá, la SER), música militar. Llamó mi tío, que todavía no era taxista, diciendo que también él estaba siguiendo la radio, y que se habían escuchado gritos, y disparos. Unos terroristas, parecía. O la guardia civil, en ese momento no estaba claro. Fue menear el dial de la vieja radio de casa de un lado a otro y ya estuvo claro que lo segundo: la música militar, lo sabíamos porque lo habíamos leído de otros sitios, era síntoma claro de una intentona de golpe de estado.
Recuerdo aquellos primeros minutos de desconcierto. Recuerdo que me quedé asomado a la ventana, con la frente apoyada en el cristal, sintiendo el frío de febrero contra la frente. Y recuerdo haber tenido, sí, miedo, y vergüenza, y haber pensado que se había acabado todo, que acabábamos de bajarnos del sueño. Otro paso atrás. Como siempre. Una voz cálida en la radio, en un flash informativo, muy quedo, confirmó que en efecto un grupo de guardias civiles había irrumpido en el Congreso de los Diputados, y que nos mantendrían informados. Pero la música militar continuaba.
A los pocos minutos llamó mi amigo Paco Gallardo. Y como no se notaba ninguna actividad fuera de lo corriente, como la tele no daba síntomas de que estuviera sucediendo nada extraño, y era lunes, y había clases, decidimos de pronto él y yo, en un alarde de inconsciencia, echarnos a la calle a recoger a nuestro amigo Juan, que estaba en clase, y allá que fuimos andando, escuchando un transistor celeste. Así se llamó luego a ese gesto que tanta gente hizo: la noche de los transistores.
Era un tiempo en que todos éramos insultantemente jóvenes, menos comodones, y fuimos caminando desde mi casa hasta la escuela de Comercio, siempre pegaditos a la radio y, en algún momento, hasta asustados porque escuchamos un tableteo (un helicóptero militar volando bajo) y pensamos que podrían ser tanques. En cualquier caso, llegamos a la escuela antes que la noticia, y en la misma puerta alguna alumnita bella a quien ya tirábamos los tejos se quedó de piedra ante nuestra información, y hasta creyó que estábamos de guasa hasta que le acercamos a la oreja la música clásica en la radio. Sé que uno de los profesores, conservador, terco y sin gracia, cuando ya le comunicaron que había habido un golpe de estado, hizo el chiste de que mientras no dieran un golpe de clase allí no pasaba nada. Se quedó solo en el aula, claro. Todos tenían cosas más importantes que hacer en otra parte.
Recogimos a Juanito, nos pasamos por la librería Jaime: todos teníamos la carita cortá, la misma sensación de desesperanza y miedo. Poco a poco la cosa iba aumentando: que si había tanques en Valencia, que si en una radio habían dicho que el gobierno llamaba a la tranquilidad. Y la pregunta: qué gobierno, si todos estaban allí dentro del hemiciclo. No nos aclaramos ninguno.
Vuelta a casa, nos pasamos a ver a la bella Dori Barrios. Allí, su padre en vano intentó convencernos de que no tenía necesariamente que pasar nada si nos quedábamos, vaya, sin democracia. El buen hombre no esperaba ninguna noche de cuchillos largos (o no nos la mencionó, por no alertarnos más), y trató de vendernos sin mucho éxito eso que nosotros nos negábamos a admitir: que se puede vivir bajo una dictadura, como él y toda su generación había hecho.
Fue luego una noche de desvelo, hasta que habló el rey por la tele, y seguimos escuchando las noticias con la cobertura, la hazaña incluso, que hicieron Iñaki Gabilondo y José María García. Lo más extraño, y para mí, también, lo más vergonzoso, fue que el concurso de agrupaciones de carnaval, y su retransmisión radiada, siguieron como si tal cosa. Luego nos lo han querido vender como una muestra de serenidad y de sabiduría del pueblo de Cádiz, cuando a mí me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, un puro alarde de inconsciencia, un desatino.
Por la mañana, en casa de Juanito Mateos (cuyo padre era guardia civil y había estado acuartelado toda la noche) ya vimos por la tele, en directo, muchos años antes de la CNN, cómo iban saltando por la ventana, cómo entregaban las armas y se rendían, cómo salían y se abrazaban periodistas, gente corriente, diputados. Después veríamos, muchas veces, las escenas del asalto, los disparos, el gesto entrecortado de sorpresa y miedo de gente que tenía nuestros votos, las zancadillas cobardes a un anciano con galones, la gallardía del ex-presidente del Gobierno y del viejo coco del momento, Santiago Carrillo.
La alarma no fue falsa, sino verdadera. Nos acostamos republicanos, es verdad, y nos despertamos monárquicos. Dicen que esa noche se terminó la Transición. Aunque poco después ganó las elecciones el Partido Socialista y entramos en otra fase de movidas y descontentos, quizá ese día, del que hoy se cumple un cuarto de siglo, marcó más que ninguna otra cosa el inicio de la doma. Se atemperaron nuestros sueños, aceptamos lo que nos dieron por no perder más si seguíamos extendiendo la mano, y el resto es ya la historia de todos.
En el concurso del Falla, al día siguiente, un gracioso entró en el escenario vestido de Tejero. Todos le rieron la ocurrencia. Y siguieron cantando.
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