Una de mis manías sanas es la de exprimir hasta que los agoto a los autores que me gustan. Los sigo, los persigo, leo cuanto encuentro de ellos, me meto en su piel, analizo sus estilos y sus historias, los amo tanto... hasta que termino aborreciéndolos. Hasta que ya no me sorprenden. Hasta que me aburren. No por su culpa, posiblemente, sino porque he llegado a aprender tanto de ellos y su obra que visitarlos es como volver a comer un plato que me atrofia el paladar. Me ha pasado con muchos de los grandes escritores (con Umbral, con King, con Vargas Llosa, por ejemplo). Y por fortuna no me ha pasado todavía con Michael Connelly.
Ya hemos dicho por aquí que Connelly tiene alma de poeta desencantado, la mirada decepcionada y a la vez jubilosa de un Raymond Chandler de nuestro tiempo. Al detective que más hemos amado todos, Philip Marlowe, nos ha entregado un más que digno heredero, el gran Harry Bosch (y no ha tenido reparos en ofrecernos otro grandísimo personaje, Terry McCaleb, el ex-agente del FBI de corazón trasplantado). Pero es la ciudad, Los Angeles, el gran personaje de la obra de Connelly, un Los Angeles tan cercano que es el de la actualidad, el de los efectos de las palizas policiales a Rodney King o el juicio a O.J. Simpson (o, ahora, al actor Robert Blake, "Baretta"), el Los Angeles de los terremotos y los incendios y las bandas y los asesinos en serie y los policías desencantados y los criminales contradictorios.
Un nuevo personaje asoma ahora en su obra, el abogado del Lincoln, Mickey Haller, encallecido por una profesión en la que hay más sombras que luces y a las que en todo caso no quiere distinguir. Haller, divorciado de dos mujeres con las que todavía se relaciona por motivos laborales (una, fiscal; la otra, su secretaria), tiene muy claro que la justicia y la ley no tienen nada que ver con la inocencia o la culpabilidad ("La peor de las pesadillas de un abogado es tener un cliente inocente", llega a decirse en esta novela). Pulcro hasta cierto punto, moderno (hace poco ha sacrificado su coleta), vive solo y comparte rasgos de personalidad con su hermano de padre, nada menos que Harry Bosch, quien no aparece en la novela. Pero la filosofía del fatalismo está presente en todo el libro, el amor a la ciudad, un cierto desprecio a la policía y las incompetencias burocráticas (estamos viendo la historia desde el otro bando), que los policías y los burócratas reflejan a su vez hacia el estamento jurídico. Y un retrato duro sobre las convenciones sociales y el gran teatro que nos han enseñado que son los juicios.
Connelly ya había mostrado su habilidad para este tipo de escenarios en una de las novelas de Bosch (La rubia de hormigón), y aquí nos cuenta la más que agobiante historia de un abogado que cubre toda la zona de Los Angeles y que hace gran parte de su trabajo yendo de acá para allá en su Lincoln: hay casos que apenas asoman en un capítulo mientras Mickey sigue su ronda y se enfrenta a la defensa de un niño bien que en apariencia es inocente del cargo de agresión a una call-girl del que se le acusa. Hasta que la cosa se complica y el abogado, entusiasmado hasta ese momento por tener por fin entre manos un caso de seis ceros en el cheque, se ve atrapado entre tres fuegos.
El ritmo es veloz, el estilo cuidado, la trama absorbente. Connelly sigue tejiendo un tapiz contemporáneo sobre su ciudad, y lo hace añadiendo peones a su tablero. No será extraño verlo de nuevo en otros dramas judiciales o jugar a nuevos crossovers entre sus personajes.
El libro está siendo ya traducido (no por mí, aargh) y Ediciones B lo sacará en breve. Dénle ustedes una oportunidad.
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