Me disculpen ustedes si no escribo más estos días. Tengo, más que las manos, la cabeza en demasiadas cosas: el frío, la evaluación inminente, nervios literarios, una traducción que no termino nunca. Después de tres semanas de ir dando tumbos de un aeropuerto a una estación, y de ver el mundo con otros ojos que pronto volverán a ser los ojos acostumbrados a las luces y penumbras de cada tarde, le quedan a uno pocas fuerzas para una reflexión aguda, para un retruécano ingenioso. Llevo un libro a la mitad: hasta entonces no sé si podré comentarlo. No voy al cine, y estos días (quizá hasta King Kong) me va a ser imposible; acumulo tebeos sin leer, y a poco que los hojeo me vence la desgana de iniciar la lectura; ayer empezó una buena serie de televisión (Angeles en América), pero insisto en que si hablo de ella será cuando tenga más materia que irles comentando.
El frío de este otoño que creíamos que no existía me sube por los calcetines de lana. Escucho música y la apago en un momento. Me molesta y no saben cuánto no tener mañana, ni el miércoles, el hueco del puente.
509 páginas de libro traducido. Me quedan ciento ochenta todavía, más correcciones. No acabo nunca.
Me disculpen ustedes, me pueden a la vez el deber y la pereza.
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