Estuvimos el viernes en el zoo de Madrid, cansando un poco más a los chavales después de dos días de teatro y museos. Aunque ya son adolescentes y en teoría estas cosas los traen al pairo, el zoo tiene algo que despierta en todos nosotros al niño que un día fuimos y que extraviamos por el camino de las feromonas, los cigarrillos y las nóminas. Uno se encuentra delante de la naturaleza tal como la naturaleza creemos que es, y de inmediato relaciona animales con láminas, con películas o dibujos, y se cree de verdad que los ama más que nadie y que, de vez en cuando, los teme más que nadie también: el zoo tiene un algo de atávico y primigenio, una vuelta a un pasado que está mucho más allá del pasado de nuestros recuerdos infantiles.
También, a veces, el zoo nos hace ver que no somos tan distintos de esos bichos que allí hay. O que, al contrario, somos tan diferentes que en nombre de la conservación y la cultura y la ecología y otras cosas más les hacemos a los animales eso que quizá ellos no nos harían a nosotros, y que también de vez en cuando (demasiado de vez en cuando) nos hacemos nosotros a nosotros mismos.
No voy a decir que los zoológicos sean infames, ni mucho menos, pero se te remueven las tripas cuando visitas, por ejemplo, las jaulas de los simios y los contemplas y los comparas. Y sabes que ellos te miran también, y te estudian con la misma curiosidad con que los estudias tú. Son demasiado parecidos a nosotros, desde el gibón al chimpancé al gorila. Y podemos consolarnos diciendo que les estamos salvando la vida y protegiendo la especie y todo lo que queramos decirles, pero basta mirarlos a los ojos de hartazgo para darte cuenta de que ellos saben que están como están, que un sucedáneo de vida no es vida, que saciar el hambre no tiene por qué servir de contrapunto al cautiverio.
Es por eso que el viernes, en el zoo, en la mirada del simio vi, más allá de la tristeza, un claro rictus de desprecio.
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