Hacía la tira que no iba a conciertos, aquello de joven papá, que la música es como es la música, que normalmente me fastidia tragarme de pie el chunda-chunda de lo que hay ahora, puro hartazgo vital (que estrés, que estrés, que decía el romano con cara de Charles Laughton de La vuelta a la Galia). Pero los dos últimos conciertos a los que he ido estos dos meses han servido para volver a ponerme en contacto con el fan fatal. No el que vive en mí, sino el que se sienta (ley de Murphy por medio) en el asiento de al lado. Una cosa.
En el concierto de hace un mes y pico, el de Serrat, lo tuve sentado delante. Gigantesco, con gorrita de beisbol y dientes de Richard Kiel, la mar de feliz el hombre. Era un portento, un máquina, un experto no en las canciones del Nano, que eso lo éramos todos, sino en los conciertos del susodicho: se sabía los bises, las canciones que llevaba y las que faltaban, qué bis había cantado aquí que se había saltado en Barcelona, y hasta cuándo era el punto final, porque se encendieron las luces y acababa de cantar "Lucía". Un enterao, oigan. Y al otro lado (fue una noche completa) su mamá o la amiga de la familia o lo que fuera, entradita en años, fumadora empedernida, que no paraba de jalear y de dar brincos y llamar guapo al pobre Serrat (y ojo que yo no dudo que lo sea o que lo fuera), y que le daba un síncope a la hora de aplaudir. Otra cosa.
El otro día, en lo de Aute, lo mismo. Llegó tarde, la chica, llena de bolsos, foulardes, paquetes de tabaco, incluso fotos, y no vean ustedes la que me dio, llevando el compás con codos y pies, chillándole al cantante cuando el cantante hablaba, y al final, en pleno estallido místico-orgasmático-musical, después de aplaudir de pie, se levantó y se largó, perdiéndose lo mejor del concierto.
Luego dicen que somos frikis los que leemos tebeos. Pues anda que no hay gente rara suelta por la vida.
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