Lo peor de volver al curro, oigan, por aquí abajo, no es decirle adiós a las vacaciones, que esa es otra. Lo peor es la calor. Uno se ha hecho a la idea, durante los, ejem, dos meses que tiene de vacaciones por eso de que sufre la profesión que sufre, de que hay que vestirse por las mañanas con una camisetita ligera, levemente cantosa para más señas, y un pantaloncito corto y unas playeras. El pantaloncito corto, claro, es el bañador, esa pieza de tortura que inventó alguien que no tenía huevos y que, cachilimóchiles, cómo se clava el braguerillo en la entrepierna. Luego, por la tarde, y después de andar descalzo la mitad de las veces por la casa, se pone uno otra camiseta o una camisita finita, y un pantalón que ya puede ser corto o largo, y zapatitos o chanclas, según se apetezca, y ya se sale a dar un paseo con la fresquita.
Eso, durante el tiempo que a uno le duren las vacaciones, y sin forzar la máquina ni vestirse de fantoche como tantísima gente cuando hace de turista. Pero todo lo bueno se acaba alguna vez, empezando por el crédito de la tarjeta Visa, y cuando ya estás dando más boqueás que una mojarrita extraditada de la mar, te das cuenta de que es uno de septiembre y que parece que hace media vida que no te pones otro pantalón de los que tienes en el armario, y que todo eso que forma filas como un ejército de telas son las camisas que tendrás que vestir cada mañana.
Y es una tortura, oigan. La de calor que hace todavía y ya a las diez de la mañana. Justo a esa hora en que uno estaba aquí, con la ventanita abierta y descamisado como los amigos del Guerra, tecleando tonterías o leyéndolas. Así, al menos en mi caso, hasta la una y media de la tarde, cuando el sol ya cae sobre el asfalto en plan sieso manío, con venganza. Uno vuelve arrastrando la sombra, sin ganas ni de comer ni de escaparse una última vez a la playita (las adicciones, ya se sabe, hay que cortarlas de raíz, que luego pasa lo que pasa).
Tiemblo nada más que pensar que dentro de doce días estaré metido en una olla a presión con otras treinta personas, lastimándome la voz porque siempre se queda uno afónico los primeros días de clase. Se habrán ido las vacaciones, pero no el verano, y en cualquier caso todavía tienen que llegar esos días sofocantes del veranillo del membrillo, allá por la última semana de este mes y los primeros días de octubre, normalmente hasta el puente.
Luego dirán, los pedagogos esos que jamás han pisado una clase (¿habrán abierto un libro?) y no saben cómo se las gasta el Lorenzo aquí por el sur, que los niños tienen muchas vacaciones y que habría que empezar antes. Pues vale. Pero que entonces dejen en segundo plano los ordenadores que tienen prometidos e instalen antes aire acondicionado en todas las aulas.
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