A estas alturas de la película, uno no sabe si alabar el invento o quedarse a cuadritos. Está bien apelar a la solidaridad de los demás, sobre todo si esa solidaridad se traduce en su inevitable trasvase a dinero entregado a fondo perdido, que es lo que hace falta para mover al mundo y hasta para arreglarlo. O sea, combatir al consumismo que nos domina con sus propias armas, como si dijéramos. Si es que queremos ser tan ingenuos, claro, para creérnoslo. Que va a ser que sí, por lo que estamos viendo.
Dicen que las inventó el señor Armstrong. Lance, no Neil. O sea, no el astronauta que primero pisó esa luna que estos días está hinchada y hermosa como en una película de hombres-lobo, sino el corredor ciclista, como muestra solidaria para con los enfermos de cáncer, puesto que él mismo había superado admirablemente uno, y en comandita con Nike, que es una de esas marcas que tiene que demostrar de continuo que el deporte es sano y ellos son unas almas cándidas que ni se les ocurre emplear mano de obra barata e infantil del tercer mundo para luego cobrar una pasta gansa por unas zapatillas de diseño galáctico. Las pulseritas que todas las muñecas invaden vienen a ser, en plástico o silicona, la puesta al día y sin glamour de aquellos lacitos tan monos que de pronto a los actores de Hollywood les dio por ponerse en la solapa, rojitos ellos, muy en conjunción con el raso negro del tuxedo (que es como ellos llaman al smoking, prenda que no existe tal como nosotros entendemos en el idioma de Leo di Caprio). Como ahora con las pulseritas de marras, lo que era una reivindicación solidaria contra la marginación del sida se convirtió pronto en múltiple arco iris de tela que lo mismo servía para protestar contra el terrorismo que contra la violencia de género. Y, claro, llegó la picaresca. Cualquier aprovechado o aprovechada entraba en un refino, compraba dos metros de cinta roja y una cajita de alfileres y ala, a vender solidaridad delante de la residencia y a ganarse unos euros a cuenta de la mala conciencia de la buena gente. No se extrañen ustedes, que es verdad, palabrita del niño Jesús: si todavía hay quien pica con el tocomocho o el timo de la estampita a pesar de la campaña de sensibilización iniciada hace décadas por Tony Leblanc y Lina Morgan, no vean ustedes cómo se pone la picaresca al día en cuanto entra a saco en cualquier campaña de marketing ajena.
Y es que, en el fondo, todo se reduce a lo mismo: a modas y coleccionables. Lo que empezó siendo una empresa loable (y que dicen que se ha vendido la friolera de más de cincuenta millones de unidades en todo el mundo, cosa nada despreciable) acaba incordiando por saturación. Además de la pulserita original, en seguida aparecen las otras causas no menos dignas, que para eso están en su derecho, con pulseritas de más colores que reivindican la solidaridad o la lucha contra el asma, el sida, los abusos escolares, el día de la Tierra o lo que se tercie, mientras vayan quedando colores, tonalidades y famosetes que se presten a patrocinar la causa. Las otras empresas de material deportivo, claro, no se quedan atrás. Y en cuanto a los equipos de fútbol, ay del que no tenga media docena de pulseritas, con todos los colores de sus primeras o segundas equipaciones o con lemas específicos y monosilábicos. Hasta la compañía de María Isabel Marketing Corporation S.A. lanza su colección y andan todas las chiquillas locas.
Este verano, me temo que muchas muñecas no van a broncearse siquiera, de tanto abalorio de colorines como se ve puesto. Cosa que no me parece mal, aunque personalmente uno sea incapaz de soportar un anillo y hasta lleve el reloj por obligación, más que nada porque es como la cadena que te hace darte cuenta de que eres esclavo del tiempo. Mientras sea por causas solidarias, vale: si tienen que ponernos un cebo para que piquemos, qué remedio. Pero cuidadín con los aprovechados de todo esto, que ese dinero no va para ninguna buena causa. Y ojo con la demanda, que hay colores específicos que se cotizan a precios de escándalo; tampoco nos pasemos.
Y todo para que, dentro de un par de meses, no las quiera nadie y sigan el camino de los chinitos aquellos de madera, las pulseras magnéticas que todo lo curaban, los pins, las chapas, los tazos, las almohadas cervicales y los tamagotchi. O sea, el olvido mismo, del artilugio y de la causa.
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