Antes de que lo recuerde nadie: también yo pasé por el aro. Y me quejo de broma y con la boca chica por haberlo hecho, cierto. Pero no me gustan las bodas. Qué se le va a hacer. Uno es como es (en mi descargo, me gustan aún menos las comuniones y los entierros). Y las bodas sólo me interesaron fugazmente de pequeñito pequeñito, por aquello del banquete y la tarta de merengue que ya no se toma (ahora lo suyo son los popurrís de postres y tartas), y porque eran desayunos, no cenas que duran hasta las tres de la madrugada. Luego, de jovencito, como me pilló la época en que no se casaba nadie, o se casaban por lo civil y eso, me perdí la gracia que tienen las bodas en esas edades, mismamente las hermanas menores y las amigas de la novia (circunstancia ésta que, lo sé, hace las delicias de mi amigo Vicente, que todavía resiste como un jabato y que lleva ya de asistente a más bodas que Liz Taylor a divorcios). Ahora que ya uno está talludito y descreído, pues qué quieren que les diga, que me aburren.
Bueno, aburrirme exactamente no, cierto. Pero no me entusiasman como, por ejemplo, le entusiasman a mi mujer, que se pirra como todas por estrenar zapatos, chales, pendientes, collares, bolsos, sedas, maquillajes (perfume no, que es alérgica). No hay nada que encocore más a una mujer que una boda, sea la suya o sea la de otra. Mientras que a nosotros los hombres (o a mí por lo menos, insisto) me llenan de nostalgia por cómo uno era antes de dar el paso fatídico, añoranzas de libertades magnificadas por el recuerdo que se niega a reconocer que, sí, también pasaba uno un montón de ratos de puro aburrimiento.
Las bodas están hechas para las mujeres y para los niños. A los niños hace tiempo que les han dado la patada de las ceremonias y los banquetes, por aquello de que el cubierto vale un cojón de mico. Una lástima, oigan, porque los niños suelen estar muy monos vestidos de personita elegante, y es bueno que aprendan los ritos y los misterios de la sociedad adulta. Las mujeres, ya digo, tienen oportunidad de lucir palmito y cambiar el fondo de armario, pero los hombres...
A ver, repasen ustedes: ¿Por qué nos empeñamos en ponernos corbatas espantosas si lo primero que hacemos es burlarnos de las corbatas de los otros? ¿Y qué me dicen ustedes de los trajes de chaqueta? ¿Por qué son tan incómodos? ¿Por qué tenemos que, en pleno verano, vestir de manga larga y con el cuello aprisionado, y con toda la espalda y los sobaquillos mojaditos de sudor? Por no hablar de lo molestos que son los calcetines y lo que resbalan los zapatos de estreno. ¿Es que nadie nos dará alguna vez la dispensa y nos permitirá, por lo menos en verano, ir con manguita corta y sin la soga de seda al cuello?
Las bodas tienen un sonido muy claro, y es que la ropa cruje. La de ellas, con organdíes y tules y sedas salvajes y cueros y sujetadores de copa. La de ellos, con los pantalones mil rayas y los gemelos esos que no usa nadie desde que Tergal Co. inventó el botón, y menos mal que pocos son los incautos que usan sombrero (ellas sí, alguna hay que usa pamela). No hablemos del chaqué, la última moda estúpida que ahora usan todos los novios y padrinos. Por aparentar, que es el quid de la cuestión nupcial. El fardeo ante la sociedad a la que uno se presenta y de la que, en el fondo, raja tela.
Porque hagan ustedes la cuenta: sólo en ropita, ¿merece la pena gastarse un perraje, ella, la novia, en un traje que no va a usar más que un día en su vida y que le va a coger medio armario hasta que se de cuenta, a los diez años de casada, que ya no le entra de cintura ni de pecho? Y ellos, los de los chaqués, los que en el fondo se creen que toda boda es Ascott, ¿merece la pena comprarte un traje chaqueta que sólo te vas a poner ese día, y como mucho, si no ganas peso o lo pierdes, dentro de veinte años o más, cuando te toque ser padrino de tu niña? Los chaqués, cierto es, se alquilan. Cosa que entra en contradicción con el pretendeo del día, pero en fin, allá cada cual. Lo único bueno que tenían para los hombres eso de las bodas es que, si tenías un poco de tacto con el traje y la corbata podías reciclarlos y usarlos otras veces a lo largo del año.
Luego, y entrando en camisa de once varas, ¿por qué hay que regalar a nadie si se casa? ¿Quién es el hideputa que inventó las listas de boda? Y sobre todo, ¿quién es el cabronazo que inventó que se podían deshacer sobre la marcha y cambiar los regalos por su importe en metálico o un viaje a Cayo Coco? ¿Y por qué los pobres novios, con lo que cuesta el pisito, los muebles, la cocina, el televisor, tienen que dar de comer a un puñado de gente que ni siquiera conocen, pero que son compromisos de los suegros, o de la tita Mamen, o del jefe de papuchi, a ver si lo ascienden?
De locura. Antes las bodas tenían esa cosa de película neorrealista italiana. Por lo menos, esas bodas eran bodas pobres, donde se improvisaba una fiesta en la azotea de las casas, y se bailaba en un lebrillo, y los novios se miraban con lujuria contenida y tenían que salir corriendo a media mañana porque el tren que los llevaba de luna de miel a Sevilla (desde Cádiz) salía a las dos de la tarde. Y los niños nos divertíamos robando canapés y bollitos de leche con jamón de York (y alguna señora mayor también, que hasta se llevaban el tapperware) y a nadie se le había ocurrido ponerle nombre a las mesas y decidir de antemano quién se sentaba con quién, y no había arreglos florales ni te regalaban horteridades del todo a cien si eras mujer, pero sí te ofrecían un purito con vitola y el fotógrafo era alguien del barrio que entre flash y flash se tomaba una copa y le ponía ojitos tiernos a la vecina del quinto, que estaba más caliente que las planchas del Asador de Castilla.
Ahora todo está medido, controlado, ritualizado. Se ha perdido la improvisación, el tío borrachuzo que se empeñaba en contarle a la novia que de chiquetito su ya esposo se hacía caca en los pantalones, la abuela que desde un rincón decía que no vería a los hijos de la pareja cuando tuvieran descendencia, la niña con trenzas que te daba una patada en la espinilla porque no era capaz de comprender que tu espíritu científico era una cosa y querías comprobar si tirando de una trenza se le acortaba la otra.
Nuestras bodas se parecen más a las bodas americanas, donde el boato se confunde con el cutrerío, las ganas de aparentar con la parentela maquillada de ser alguien. Antes, las bodas eran el momento en que sacábamos a los tontos de las familias, y como mucho los señores maduritos les tiraban los tejos a las chicas en edad de merecer. Ahora todo el mundo acaba bailando Paquito el chocolatero, no te cortan la corbata, te echan pétalos de rosa en lugar de arroz (lo cual te puede poner en situaciones comprometidas muchos meses más tarde, cuando vuelves de un almuerzo de trabajo donde tienes que ir encorbatao, te dan las tantas de copas con tíos muy feos pero, ay, cuando llegas a casa y sacas las llaves y entras de puntillas, zas, dejas un reguerillo olvidado de pétalos de rosa, que son como los papelillos, nunca desaparecen del todo de los bolsillos, oigan), te racanean el vino y la cerveza, el ramo ya está concedido a una amiga de antemano, todas las niñas monas en edad de merecer traen ya a su chorbo o su bombo a cuestas, y sus piercings y sus tatuajes, y es la tata Manoli la que, desinhibida, se lía a bailar con todos los jovencitos de corbata ladeada y falsa perilla progre y a meterles mano delante de todo el mundo.
Pasa hasta en las peores familias.
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