Hace un buen montón de años quise escribir un relato (y quienes conocen mi "obra" saben más o menos en qué acabó la cosa), donde un joven y desilusionado mogul cinematográfico, creador de éxitos de taquilla y deprimido y desencantado por el abandono y el divorcio de su esposa, vivía poco menos que enclaustrado en una mansión de tecnología de ensueño, presa quizá del síndrome de la pantalla en blanco. No sé si lo habría identificado o no como quien quería que fuese: George Lucas.
En ese relato que nunca escribí, rodeado de maquetas y props y posters y música y recuerdos, pero temiéndolos al mismo tiempo, ese joven y desencantado mogul cinematográfico empezaba a experimentar cosas extrañas, coincidencias inexplicables, objetos que se movían, músicas que se alteraban, maquetas que volaban solas, ese tipo de cosas. No sé si el relato habría sido poético o humorístico.
Acojonado, y después de descartar que fuera cosa de alguna broma de algún amigo director de cine o de algunos encargados de efectos especiales, nuestro personaje (¿nuestro héroe?), al final contactaba con una médium enana y rubia, que ya había hecho precisamente de médium en una de las películas producidas por uno de sus amigos del alma (¿captan ustedes la referencia?). Y, evidentemente, como ya han deducido ustedes (y si no, relean el título de este post, gracias), se descubría que el rancho hipertecnológico tenía nada menos que un poltergeist, un fantasma pequeñito que le estaba dando la lata. ¿El responsable? Un niño fiel seguidor de su saga de películas que, muerto y desesperanzado por no poder ver cómo era al completo la historia, se las encargaba desde el más allá para recordarle a George en el más acá que una promesa es una promesa y que no descansaría en paz hasta que, por fin, el joven y desencantado mogul cinematográfico recuperara la ilusión y completara lo que una vez empezó.
Y esa era la historia que nunca escribí (o que escribí, parecida, en otro entorno y de otra manera). Al final, convencido por la terrible desdicha y la enorme ilusión de un niño muerto con quien estaba en deuda, el ya-no-tan-joven mogul cinematográfico cogía su libreta amarilla, su lápiz del número dos, acariciaba a su perro malamut entre las orejas y empezaba por fin a escribir el guión de la película o películas que pondrían fin a su proyecto.
No sé si me alegro o no de no haber escrito nunca ese relato. Sé, de todas formas, que si hubiera sido verdad, hoy un niño fantasma que nunca existió podrá respirar tranquilo desde su paraíso en la Fuerza.
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