Tengo que presentar dentro de tres horas, dentro del ciclo de encuentros de columnistas de La Voz, a José Javier Esparza, que lleva la columna diaria dedicada a la televisión, tanto en ese periódico como en otros del grupo Vocento. Aquí tienen ustedes en exclusiva el texto que va a servirme de introducción a su charla sobre cómo protegernos de la tele…
En el principio fue el aparador. Y la mesa estufa (“abuela, menea la copa”), y como mucho la radio y el parte. Hay gente que todavía recuerda que las casas y ellos mismos existieron antes de la llegada de la televisión, ese aparato desconocido que pronto iba a convertirse en un mueble indispensable sobre el que colocar un pañito de croché y una muñeca de Lola Flores.
Y le dimos cabida a desconocidos lejanos que pronto serían más familiares que los vecinos de arriba. Y nos hicimos fugazmente amigos de Boliche y Chapinete, y vimos en primicia el entierro de JFK. Y aprendimos a reír con Locomotoro, que era conductor de todo menos del codo y que, cuando reía, se le movían los mofletes. Y seguimos los retruécanos de Franz Johann y Herta Franklen, a quienes en algún delirio nostálgico adolescente quisimos Juan José Téllez y yo convertir en asesinos de guerra nazis convertidos en estrellas mediáticas de la España del Desarrollo. Y Mario Cabré y José Luis Barcelona hicieron llorar de emoción a todas y todos con aquello de “reina por un día”, quizá para ir preparándonos para el futuro monárquico que nos esperaba. Todavía Juan Erasmo Mochi era sólo un apellido con melena que cantaba doblando canciones en “Escala en Hi-Fi”.
Y conocimos a otras familias lejanas, que hablaban con voces en español neutro que luego no hemos sido capaces de soportar: la familia de Lucille Ball, la familia de Bonanza. La familia Telerín, que nos decía que nos fuéramos a la cama… ¡y le hacíamos caso! La familia Martínez, que inventó el primer talk show de nuestra vida, cuando llamaban a la puerta y en vez de ser la vecina para pedirte un poquito de azúcar, era un famoso de turno. Nos aburría.
Y conocimos el miedo con El fantasma del Louvre, Belfegor, que después reescribió sin complejos un intelectual italiano llamado Umberto Eco. Y Chicho Ibáñez Serrador con “Usted puede ser un asesino” nos hizo desconfiar para siempre de los paraguas con punta y fue capaz, pura magia, de hacernos ver el color de los ojos de su padre, Narciso Ibáñez Menta, y adelantarse a su tiempo potenciando las lentillas de contacto que entonces eran ciencia ficción y que hoy usan todas las jóvenes.
Nuestros primeros encuentros serios con la literatura vinieron de la mano de la tele: Emilio Gutiérrez Caba con peluca de Príncipe de Beukelaer recitando el ser o no ser; Pepe Martín escapando en un saco del castillo de If en la primera novela rodada en exteriores; el malogrado Julián Mateos pintado de negro y asifixiando con una almohada a Maribel Martín mientras le susurraba con voz ronca “ramera”. No sé si Sancho Gracia será el mejor D´Artagnan de la historia, pero sí es seguro que Víctor Valverde es el mejor Athos que jamás haya filmado nadie.
Simon Templar, el Santo, se convirtió en el primer sex-symbol de la tele yeyé, y hasta Paco Alba le dedicó un cuplé profano donde lo comparaba con El Nazareno, con salamalecún la mojama del atún como estribillo. Y Kiko Ledgard nos enseñó que usaba muchos relojes y un calcetín de cada color, aunque no eran precisamente sus piernas lo que mirábamos los espectadores en el primero e irrepetible Un, dos, tres…
Y una mañana un señor que parecía escapado de la Familia Monster nos anunció que Franco había muerto. Y unos años más tarde otro señor que se parecía al Dick van Dyke de “La chica de la tele” nos pudo prometer y prometió que esto del cambio iba en serio. Y más o menos por entonces Manolo Martín Ferrand inventó un cruce maravilloso entre televisión y radio, y Alfredo Amestoy, que se las daba de progre, se subía las gafas y se soltaba el flequillo y largaba un discurso que acabó por desconcertarnos.
Llegó la transición entre anuncios de Fa que nos ponían como motos. Y Harrelson, el de los Swat, que todavía no era negro, decía aquello de “TJ, al tejado”, mientras Curro Jiménez, que fue sin quererlo el símbolo de la ucedé de la época, no se quedaba atrás y soltaba “Algarrobo, a los caballos”. Y Lalo Azcona se colocaba una corbata ladeada y se tropezaba al salir del plató, y nos daba las noticias de una manera como nunca antes, ni nunca después, se ha dado en televisión. Y nos las creíamos. Y nadie les ponía pegas.
Llegó la modernidad. Y el color, y vimos que los campos de fútbol de dentro de la tele eran iguales que los campos de fútbol de verdad: verde Pepito Grillo. Y aparecieron los electroduendes y la Bruja Avería, pero Sonia Martínez nos avisó desde ya que el camino del futuro no pasaba precisamente por un sendero de losas amarillas.
Y aparecieron las autonómicas, imitando primero el modelo inglés con algún golpecito de caspa que luego ha quedado para las televisiones locales, antes de virar para nuestra desgracia al modelo italiano. Y alguna de ellas, o por lo menos la nuestra, pareció convertirse en el brazo armado del inserso. Y de ahí no nos salva ya nadie.
Llegaron las Mama Chicho y el Ay, qué calor. Y dicen que cada viernes por la noche cien mil personas veían el porno codificado del Canal Plus. Y se empezaron a emitir dibujos animados a las seis de la mañana, y se dejó el horario de las siete de la tarde para confesiones estrambóticas. Nos comió el coco el corazón. Y en eso andamos.
Las series desaparecieron para siempre, o se postergaron a horas de madrugada y sin continuidad. Y nos dijeron “Eh, chaval, ¿tú estás tonto, o qué?, aquí no decimos caracoles, aquí hacemos las cosas de otra manera”. Ya.
Y “La tribu de los Brady” se convirtió en “Los serrano”; y “Aquellos maravillosos años” en “Cuéntame”; los de “Hospital central”, por milagros de la programación, se adelantaron en sus argumentos a los de “Urgencias” (viajar a NY hoy es barato); el capitán Furillo se convirtió en Tito Valverde, “Fama” se metamorfoseó en “Un paso adelante”, y hemos cambiado al teniente Kojak por los hermanos Matamoros. Creo que hemos salido perdiendo con el cambio.
Hoy podemos decir, como en los tebeos de Astérix, que toda la Galia está ocupada. La televisión, que tendría que formar, informar y entretener, deforma, desinforma y aburre. Es como un vampiro al que hemos abierto la puerta de nuestra casa. Y ya sabemos que los vampiros no vienen precisamente a robarnos el whisky.
Hoy la resistencia está en la mula, en los DVD de importación, en esperar que por fin exista algún día una tele a la carta. Y en ser críticos con ese aparato que nos abrió las ventanas del mundo, que se convirtió en parte de nuestra familia, que no podemos dejar de querer, aunque haga algunos años que nos viene dando la espalda.
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