Está más que comprobado: lo mismo que en el cine hay que comprimirlo todo en poco menos de dos horas para que el personal no se te aburra o sufra una sobredosis de palomitas (a menos que te llames, claro, Peter Jackson), en la tele los que se dedican desde ese medio a contarnos historias tienen la ventaja (y a veces la desventaja, para qué engañarnos) de contar con mucho tiempo por delante para ir tejiendo sus argumentos. En los tiempos heroicos, uno podía echarle un ojo a cualquier episodio de Starsky y Hutch o de Los persuasores, pongo por caso, y ni se despistaba ni nada: se entendía todo, cada capítulo empezaba y terminaba y nadie se iba por los cerros de Oakland ni hacía falta master alguno para pillar las referencias... entre otras cosas porque no las había.
Luego llegó la moda del arco, que quizá iniciara (o que por lo menos llevó a nivel de obra maestra) esa gran serie que ya tardan en editar en dividí: Canción Triste de Hill Street. Y a partir de entonces ya fue o lo tomas o lo dejas: te enganchas a una serie desde el principio (o desde que les da la gana de crearte un falso principio), o no te enteras de la misa la media. No, antes de que me salten ustedes: no voy a hablar aquí de Buffy. Sí, tienen razón, es uno de los handicaps (o las ventajas) de series como Buffy y Angel.
A veces se demuestra que una buena idea de partida no está lo suficientemente madura para soportar por sí misma el peso de una serie, y es entonces cuando las series van dando bandazos hasta que encuentran su hueco: como cualquier equipo de fútbol o de la NBA (esto es una referencia culta a William Goldman, por cierto) en ocasiones hay que largar al productor, o a los guionistas, o incluso a la estrella (recuerden el primer capitán de Babylon-5) para que la cosa funcione. Cuando funciona.
Es el caso de Alias, la improbable y culebronera serie de espías creada por J. J. Abrams y que en España se ha visto mal en las teles generalistas y más o menos bien en los satélites o los dividíes. Me compré las dos primeras temporadas alla por diciembre, y para poder ver los 22 primeros episodios he tardado... hagan ustedes cuenta: tres meses. Sin embargo, me he bebido la segunda temporada en prácticamente cuatro días, y hoy mismo he hecho mi escapadita de cada miércoles a pillarme Los Increíbles... y la tercera temporada.
Es una historia de espías, ya les digo, y para mí que tarda lo suyo en encontrarse, quizá porque se le nota el truco, quizá porque son demasiadas historias paralelas y ninguna llega a enganchar: Sydney Bristow, un bellezón de esos que seguro tienen sangre cherokee en las venas, es una improbable estudiante universitaria (aunque luego nos dicen que ronda la treintena) que, como todos los superhéroes contemporáneos lleva una doble vida como agente del SD-6, un grupo secreto dentro de la CIA. Sydney, que ya pueden ustedes ver que está como un talgo pendular, ignora que el SD-6 no es la CIA, sino un grupo de malos malosos que se hacen pasar como tal, y que se cargan a su noviete (un tipo al que uno consigue odiar aunque sólo sale en escena cinco minutos) cuando le confiesa que ella es una espía de su gobierno, porque la omertá no es cosa de la mafia siciliana nada más: también los espías dan caña si uno abre la boca. Total, que la muy buena de Sydney descubre que van a ir a por ella, se pone en contacto con la CIA de verdad, y a partir de toda una larga y eterna temporada primera la tenemos haciendo misiones de espionaje (o sea, robar con más descaro que Indiana Jones cuanto plano, artilugio, chip o maletín se le ponga por delante) para la CIA y el SD-6. Una agente doble, vaya. Con el agravante de que el otro agente doble infiltrado en el SD-6 es nada menos que su señor padre, un tío tan sieso que sólo le falta bigote y labio leporino.
La excusa argumental de toda la primera temporada es justo ésa. El macguffin, ir descubriendo el rompecabezas continuado que les ha puesto, desde el pasado, un tal Milo Rambaldi, o sea, los dibujos de Leonardo da Vinci prestados al creador de ET. Rambaldi lo sabía todo allá por el renacimiento: bombas nucleares, astrofísica, satélites, robots, microcirugía, predicciones futuristas. Y todas las agencias de espías del mundo mundial (¿o se creían ustedes que sólo íbamos a tener la CIA de los buenos y la CIA de los malos?) van a la caza y captura.
Se le nota el truco: los falsos cliffhangers donde termina cada episodio, resueltos rapidísimamente (quizá como buenos cliffhangers) en los primeros minutos del episodio siguiente, más las atropelladas escenas de infiltramiento y robo, que terminan siempre a base de patadas y golpes (sí, vale, lo diré: como si todos fueran vampiros de Buffy). Se intenta compensar la parte de espionaje, yo diría que por pereza, con la relación de Sydney con sus amigos de toda la vida, el periodista Will Tippin, empeñado en descubrir por narices qué puñetas es el SD-6 (cuando ya los espectadores lo sabemos), y la sosita Francine, empeñada en casarse con un tiarrón calvo que primero no le pone los cuernos, luego sí, y quiere ser cantante profesional. La parte slice of life de la serie falla por ahí, pero se compensa con la relación entre Syd y su papá y, sobre todo, con su controlador de la CIA, el guapetón Michael Vaughn, con quien no puede tomarse ni un cafelito, ni ir de compras, ni ver un partido de los Lakers ni, por supuesto, echar un kiki, que es lo que todos estamos deseando.
Así he soportado la primera serie, con descreimiento, sin llegar a picar en los planteamientos argumentales, sabiendo que nada iba a desembocar en nada. La relación con el malo Sloane, jefe del SD-6 y, sin embargo, amantísimo esposo, era en ocasiones lo más relevante, pero cualquier intento de avanzar en la trama quedaba en agua de borrajas. Hasta la segunda temporada, donde todo sube muchísimos enteros cuando, recurriendo al culebrón, nos aparece de entre los muertos la mamá de Sydney, Irina Derevko, ex-Laura Bristow, espía de la KGB y ahora agente por libre, una especie de Hannibal Lecter femenino que juega a ni se sabe cuántas barajas a la vez y que puede ser fría y pasional, calculadora y emotiva al mismo tiempo. La imposible historia continuada de engañar al SD-6 frustrando día sí día también sus misiones se resuelve por fin con la eliminación del grupo (pero con la oportuna huida de Sloane), Syd y Vaughn pueden por fin dar tienda suelta a su pasión, el papá de Syd es cada vez más cabroncete aunque sigue sin dejarse bigote, el periodista se salva una y otra vez de que lo eliminen (lástima; pocos personajes más antipáticos he visto en una serie, y se supone que tiene que caer bien), y por fin Francine se convierte en un personaje agradecido... más o menos, que no quiero reventarles a nadie más cosas.
Al contrario que la primera entrega, la acción es más determinante, está mejor entrelazada con la vida normal, la relación a tres entre la famiia de espías es hasta creíble, y parece que la cosa avanza y no se abusa de los cliffhangers que luego no conducen a nada. El final de la temporada, con esa clarísima alusión al Born Again de Frank Miller, promete hacer tabula rasa e iniciar una temporada nueva a salvo del status quo que podía empezar a agotarse.
Si entran ustedes al trapo, les aseguro que se quedarán con las ganas de que la serie sea un pelín más oscura y adulta (pero, ay, la productora es Touchstone, o sea, Disney), que la gente se mate y se muera y se dispare y se acribille sin dejarse inconsciente, pero les resultarán divertidos los gadgets imposibles que el Q de turno, Marshall, crea de continuo (Marshall es un freak nervioso con graves problemas de personalidad cuya mejor línea de diálogo es "Me llamo Marshall Flinkman y he venido a rescatarte", adivinen a quien está citando), incluyendo unos aparatos de comunicación que son pura telepatía, y esos viajes a lo largo y ancho de este mundo que se realizan con un fundido en negro, un establishing shot y cualquier muelle o cualquier edificio antiguo que pueda haber en el back yard del estudio.
Lo más divertido, en mi opinión, comprobar que existe una especie de síndrome de Estocolmo invertido en la serie: los torturadores y los malos acaban desarrollando una especie de afecto casi familiar por sus enemigos. Y ella, claro. Jennifer Garner, casi ná. Si tienen ustedes la eterna duda de si les gustan las rubias, las morenas o las pelirrojas no se preocupen: aquí se resuelve ese problema. A Sydney le sienta igual de bien cualquier color de peluca.
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Categorías: TV Y DVD