Empiezo a documentarme para una nueva novela (que no es, por cierto, la nueva novela para la que ya había empezado a documentarme, ni la otra), y como siempre me veo un poco desbordado por todo el mogollón de libros que empiezo a poner sobre la mesa, a introducir a hurtadillas en la casa, como si estuviera traficando con estupefacientes o con el porno light de mi adolescencia. Tiene sus cosas buenas, esto de documentarse, no crean, sobre todo cuando llega un punto en que, por hache o por be, ninguna literatura ajena satisface el ego de quien escribe (ya comentaba en otro post que, por ejemplo, muchos dibujantes y guionistas de historietas no suelen leer cómics), bien porque no puede evitarse ver la historia como uno mismo la habría contado, o porque nota (mi calvario es doble) cómo chirría la traducción de unos conceptos que uno habría volcado de otra manera. Y es bueno porque, entre otras cosas, así uno se cultiva más allá de la universidad (quien se dedica a la enseñanza acaba anquilosándose en su materia, no sé si lo sabían), y aprende mucho, que es la clave de todo en esta vida. Se aprende tanto que a veces se corre el riesgo de ahogar la narración que quieres contar bajo el peso ineludible de la Historia (con hache mayúscula, por si no se nota).
En la redacción de una novela (y hasta de un relato) llega un momento en que esa documentación (se lo oí decir a Juan Miguel Aguilera el otro día en el programa Pompas de Papel; quiero decir que se lo volví a oír decir allí: lo hemos hablado muchas veces él y yo) supone la red en la que te fijas para no caerte. Y, al mismo tiempo, es el trampolín que te empuja a dar el salto: nada hay a veces más original ni más desconcertante que la misma realidad. Es un proceso de alimentación continua, la historia que tú quieres contar y la realidad que ya ha sido vivida, y en muchísimas ocasiones la trama queda redonda porque se incluye ese detalle (a veces ese detonante) en el que tú no habías caído originalmente y que, sin embargo, cuadra el círculo.
Aquí me tienen, intentando parecer experto en el siglo once. Una pasión divertida, un encuentro con el pasado para que me ayude en el futuro. Una gozada, sí. Lástima que tenga alergia al papel viejo y, me temo, voy a acabar disfrazándome como Juan Salvo, el Eternauta: guantes de goma, la boca tapada, los ojos protegidos por las gafas.
Siglo once, allá vamos. Santiago y cierra España.
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Categorías: Literatura