En el aeropuerto, mientras espero el avión, obligado a ser paciente y envuelto en un abrigo de estreno, un sol precoz se cuela por los ventanales abiertos a una pista de aterrizaje que cualquiera diría, en su estrechez, que es camino a otros destinos que no nos caben en la cabeza. Es un sol agradable, de media tarde de dentro de dos o tres meses, una caricia de ámbar que se te mete en los huesos y te consuela como uno de aquellos ponches que, en tiempos menos correctos, nos daban nuestras madres para combatir el resfriado.
En el aeropuerto, mientras espero el avión, me siento gato durante unos momentos y experimento una irrefrenable nostalgia de la primavera.
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