Pudo ser el papel que bordara Spencer Tracy, pero el amor alegal (e ideal) de mi tía Kate prefirió interpretar al padre Flannagan, con Mickey Rooney y un puñado de chavales camino a la perdición, o sea, la versión irlandesa y contra la mafia, y algo de ese contacto debe haber, no crean, porque pocos conocen a este santo por su nombre de verdad, Giovanni, Juan, y se prefiere el Don que tanto se ha popularizado en el mundo después de Mario Puzo y Francis Ford Coppola.
De mi infancia escolar recuerdo, más allá de historias de sotanas raídas y perros fantasmas, de sueños premonitorios y mamás Margaritas y niños buenísimos que parecían destinados antes de tiempo a convertirse en la ilustración de un almanaque, esas arrugas de campesino que tuvo siempre Don Bosco, quizá porque jamás pudo sacarse, ni quiso, la tierra de las uñas. Con su cara de boxeador de esos que pierden siempre el combate a los puntos, y los ojitos chiguatos de versión turinesa de Juanito Valderrama, siempre me ha caído bien este hombre que inventó la efepé antes de tiempo ("la oficialía", que decíamos en los sesenta), cuando la revolución industrial amenazaba el norte de Italia y cientos de hombres del campo emigraban a las ciudades, dispuestos a perder las raíces y la dignidad y el orgullo.
Me cargan un poco los santos que tienen cara de santos, esos cuyas hagiografías al uso apenas destacan una fe ciega, un martirio, una mirada al cielo y la certeza acientífica de la recompensa eterna, pero le tengo especial simpatía a esos otros hombres y mujeres que nunca dudaron en batirse el cobre y, si de verdad se ganaron el cielo, si el cielo existe, fue currándoselo mucho aquí abajo en la tierra. Sigo queriendo creer que Don Bosco, si viviera hoy, si existiera (que sin duda existe) algún émulo o discípulo o equivalente de aquel cura pobre que vivió para los pobres, estará donde todos ustedes sabemos: repartiendo preservativos en las favelas de Brasil, atendiendo a prostitutas deshauciadas, auxiliando a emigrantes, comprendiendo pecados nefandos que sólo existen en la mente de quien no quiere entender que el amor no tiene rejas, y enseñando un oficio a los niños sin padres del tercer mundo, echando mano a un zahorí y buscando agua en vez de pontificar sobre planes hidrológicos cuando no venga a cuento.
Me cae bien este santo con cara de noble campero, de bruto de buen corazón. Porque fue hijo de su tiempo y se adelantó a su tiempo, y porque además es el patrón del cine. Lo dicho. Un santo varón. El papel que nos perdimos, ay, quienes tanto hemos querido también a Spencer Tracy.
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