Salgo de clase los viernes a las doce y media, un lujo que no tiene precio, porque apenas dos horas de ventaja sobre otros compañeros hacen que te creas que, de verdad, tienes por delante una perspectiva distinta del fin de semana.
Hoy hace sol y frío (la sequía pertinaz que tenemos encima nos regala días hermosos y el augurio de restricciones de agua dentro de un par de años, si esto no cambia). Nada que hacer en hora y pico, hasta que salgan los niños del colegio. En todas partes anuncian rebajas, y entre tentaciones de adquirir unos pantalones que en el fondo no me hacen falta y algún deuvedé para almacenarlos en la pila cada vez más grande de deuvedés, echo a caminar en línea recta, como el zombie consumista que somos ya todos, hacia los grandes almacenes de moda.
En la esquina, apenas a cincuenta metros del colegio, junto al supermercado que mi infancia ha convertido en gigantesco aunque es minúsculo y abarrotado de productos en un orden que no entiendo, una mujer muy vieja y muy flaca rebusca entre la basura y va guardando en una bolsa la fruta que, repudiada en el contenedor, no le parece demasiado pocha. Ella no entiende de fechas de caducidad: hay cosas más importantes.
Sigo mi camino. Y llego a los grandes almacenes, pero ya no soy capaz de comprar nada.
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