Qué día llevo. Con más sueño que Mister Bean en misa. Yo había oído hablar, e incluso la he experimentado alguna vez, de la astenia primaveral. Pero es que estamos en otoño y se me caen los ojitos de sueño, oigan. Ni viendo El ala oeste ni revisando Star Wars me espabilo. Nada, encogío en el sillón, con un cuerpo la mar de tonto. Igual que una caja de gatitos chicos, pero en yo solo.
No sé si será que esta noche, por el calor, he dormido poco. O más bien porque, por el calor, este mi cuerpo que es mío no puede ya más. Que corra el aire, por favor. Que llegue el frío. Que quiero ponerme manguitas largas, y mis bufandas umbralescas que tanto echo de menos. No puedo más. Me caigo cuan corto soy contra las teclas, contra los cojines, voy dando tumbos por los rincones y las estanterías de la casa.
Apollardao perdido, que decía el Guerra (don Alfonso, no el torero). Abriendo más la boca que un león del Serengeti en los documentales esos de la 2. Lacio perdío. Anteproyecto de narcoléptico. Me falta solo el tronco y el serrucho flotando en una nube encima de la cabeza.
Que me derrito. Que me hundo en mí mismo. Que si fuera de chicle ya no tendría sabor ni haría pompas. Encarajotao, apollardao, con la tensión por los suelos.
Que alguien cante, por favor. Que llueva pronto. Que no sé ser personaje de Macondo.
Y a pesar del día tan tonto que llevo en todo lo alto, con la torta de Inés Rosales como corona y todo (hasta he grabado mal las dos paginillas que he sido capaz de traducir hoy; o sea, que no las he traducido), a pesar del cansancio y las ganas de planchar la oreja a ver si se me pasa, tengo la mosca detrás de la ídem, y me temo que cuando por fin me vaya a dormir, joder, ya no tenga sueño.
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