En casa, que no eramos exactamente la familia de Cuéntame, no esperamos despiertos el acontecimiento, entre otras cosas porque a aquel viejísimo televisor en blanco y negro se le iba la olla de vez en cuando y saltaba el canal, y como no se veían más canales que el único que había, era una lata tener que estar dándole vueltas y más vueltas al botoncito. O sea que no, que no viví en directo el momento histórico.
Al día siguiente, en el colegio (porque era julio pero yo iba al colegio, a clases de verano, aunque lo sobresalientaba todo), el profesor nos estuvo hablando del momento glorioso, y de que algún día aquella bota del americano estaría expuesta en un museo. Luego, sí, en algún museo he visto aquellos módulos lunares, y hasta he podido tocar uno con esta manita derecha que tocó también la mano que tocó la mano de Hale Berry, miren qué cosas.
Se dijo, claro, que era un montaje (un tío mío, muy de pueblo él, decía que no se creía nada de lo que veía en la tele, que todo eran efectos especiales, pero entonces ni siquiera sabíamos que se llamaban así. Me insistía el hombre que él había visto una película donde Amparito Rivelles saltaba de un edificio y en realidad saltaba desde una mesa, y que esto era lo mismo; imposible discutir con él, claro). De esa teoría del montaje salió una película que me distrajo mucho en su momento, Capricornio Uno, y todavía hay gente que se hace de oro destapando el escándalo.
De niño, cuando todavía era un espíritu romántico, yo fui un enamorado del proyecto Apolo (como lo fui, y lo comentábamos con alguien el otro día, de los Thunderbirds, que ahora vuelven tamizados por Harry Potter). O sea, yo me creía (y me creo) a pies juntillas lo de la investigación espacial, y el módulo de mando y el Mar de la Tranquilidad, y en mi corazoncito sigue habiendo un hueco para Galax el Cosmonauta y Víctor, héroe del espacio, que me acompañaron antes de que descubriese a Flash Gordon y Estela Plateada y Adam Strange y demás personajes galácticos, desde Han Solo hasta Beckham.
Pero, claro, pasan treinta y cinco años, hoy mismito, y la reflexión inevitable es si sirvió para algo, aparte de para engordar los egos y poner fin a una carrera espacial antes de que la caída del muro pusiera fin a una guerra fría y el cambio de enemigo en puertas buscara otro enemigo de barba y habla extraña.
Fueron los héroes de los años sesenta, pero eran héroes de verdad y, lástima, no parecían muy fotogénicos. Hoy ya hemos olvidado, casi, a aquellos tres pioneros que metidos en una lata de sardinas y escudados por toda la tecnología punta del momento vivieron en cuatro días un viaje casi por capricho, cuando vemos cómo miles de personas, cada día también, hacen otros viajes cruzando el mar sin llegar a plantar banderas, sino a hundirse en el fondo del agua o ser devueltos a sus países de origen, cuando los pillan, o acabar mendigando o delinquiendo en esta sociedad que quiere héroes a toda costa, pero es incapaz de forjar seres humanos.
Siguen fascinándome las naves espaciales, claro. Todavía queda ese reducto ilusionado dentro de mí. Acabo de ver un viejo documental sobre John Glenn, en el Canal Historia, con su bello discurso ante el Congreso y el Senado del imperio. Tiene razón en su bella proclama, como tienen razón quienes dicen que primero hay que arreglar este planeta antes de lanzar más chatarra a las estrellas.
El niño que yo era hace treinta y cinco años se despertó sabiendo que había una bandera en la luna. Quién sabe qué otras cosas habrá, buenas y malas, aquí y allá, dentro de otros treinta y cinco años.
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